La identidad de Cristo

El texto de hoy es clave en el Evangelio de Marcos, pues lo divide en dos: antes y después de la confesión de Pedro. En la primera parte, Jesús trata de mantener vigente el “secreto mesiánico”; es decir, que nadie sepa que Él es el Mesías. Recordemos que la palabra “Cristo” viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías”, que quiere decir “Ungido”. Se agrega esta palabra a su nombre “Jesús”, ya que Él cumple perfectamente la misión divina que este término significa, o sea, el Mesías esperado vendría para instaurar definitivamente el Reino de Dios, y sería ungido por el Espíritu del Señor.

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Sin embargo, la expectativa de los judíos era la de un Mesías político, que los liberaría de la opresión de los romanos y les haría una nación poderosa y rica, con los criterios humanos. Asimismo, un Mesías nacionalista, lo que significaba que era solamente para ellos, y no para todos.

Jesús nunca aceptó estos juicios humanos de mesianismo y por esto tuvo roces con sus discípulos, como vemos en el Evangelio de hoy. Después que Pedro dijo: “Tú eres el Mesías”, Él les reveló su futuro: iría a sufrir mucho, sería rechazado, torturado hasta la muerte y, después, iría a resucitar. Esta “identidad” de Cristo-Mesías era escandalosa para ellos, por ello Pedro y Jesús se reprenden mutuamente. El Señor es duro en sus palabras: “Retírate, ve detrás de mí, Satanás. Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Pensar como los hombres, y no como Dios, es algo que frecuentemente nos desafía, pues somos machacados por ideologías cretinas, por nuestras heridas psicológicas y por la misma debilidad humana. Por ello, Jesús va educando a sus discípulos en doble sentido: por una parte, abandonar un mesianismo desfigurado por la codicia, el materialismo, la prepotencia y vacío de las enseñanzas de Dios. Por otra, aceptar que uno debe entregarse a sí mismo en actitud de servicio generoso a los demás, con fidelidad hasta la muerte. Estas características, entre otras, van formando la identidad de Jesús Cristo, y, por ende, de todo cristiano, ya que Él es la cabeza de cuyo cuerpo nosotros somos miembros.

No podemos verlo solamente como un profeta, un iluminado o un gurú. Nuestro Credo afirma: “es Dios de Dios, engendrado, no creado y de la misma naturaleza del Padre”. Justamente por esta su identidad y su naturaleza es nuestro Redentor y Salvador. No tengamos reparos en renunciar a nosotros mismos, y seguirlo con perseverancia, pues así sanaremos y salvaremos nuestra vida.

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