Un desafío no menor para las democracias que cargan ya con una larga y pesada lista de embates, incluido el crimen transnacional.
A propósito, en el marco de la 54ª Asamblea de la OEA, que se desarrolló precisamente en nuestro país, la canciller de Ecuador, Gabriela Sommerfeld, describió cómo el narcotráfico se va infiltrando en los poderes del Estado de las naciones con la finalidad de que sus crímenes queden impunes, mientras van debilitando las instituciones.
Su discurso, por cierto, fue de lo mejor que se pudo escuchar en aquella ocasión. En parte decía que “en los procesos legales se hizo evidente la repulsiva vinculación de estos grupos con el narcotráfico, así como también su infiltración en distintos niveles de las instituciones estatales, incluida la propia administración de justicia y con múltiples formas de corrupción” y “estos enemigos de la nación pretenden alcanzar su objetivo de operar con impunidad. Pero paralelamente existen fuertes intereses internos y externos para desprestigiar la lucha contra ellos”.
Su alocución completa está disponible en YouTube, pero esta es la parte que bien vale reproducirla: “diversos actores nacionales y extranjeros llegan a abanderarse de la democracia y de los derechos humanos para gritar dictadura o excesos, pero más allá de la incuestionable legalidad de las actuaciones, el mandato democrático constitucional del pueblo ecuatoriano tiene más claridad y sonoridad que cualquiera de esos gritos”.
Las noticias sobre lo que está pasando en México propiciaron mesas de intensos análisis sobre los pros y los contras. La propuesta, que sería el legado del gobierno saliente, afronta divisiones interna, genera preocupación de organismos internacionales y de sus vecinos, pero el próximo Congreso que jura este mes podría darle el OK sin muchos trámites al tener el oficialismo mexicano una abrumadora mayoría.
Agobiado por las bandas narco y la impunidad que trepa al 99%, según revelan los datos de la organización civil Impunidad Cero, México –con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), que cede el poder ejecutivo a la científica Claudia Sheinbaum en octubre– impulsa el proyecto de cambios en el sistema judicial.
AMLO insiste con lo que él denomina “democratización del poder judicial”.
La propuesta en sí no es exclusividad mexicana. Otros países, como Estados Unidos, también aplican la elección judicial por voto popular, pero para cargos de jueces locales o inferiores. Para los máximos tribunales propone el Ejecutivo y lo aprueba el Senado. Lo mismo sucede en Suiza.
El modelo de Japón también incorpora la participación popular. Aunque son elegidos por el Legislativo, se requiere del voto popular para la ratificación de los altos magistrados del Supremo tras cumplirse los diez años de gestión. Esto no dista de ser interesante.
México toma un poco el modelo de nuestro vecino inmediato Bolivia, cuyo caso bien merece también unas líneas de intercambio de ideas, por la crispación entre el partido gobernante y sus consecuencias en otras esferas. La última modificación fue durante el gobierno de Evo Morales.
Los bolivianos votan en diciembre por la renovación de las máximas autoridades judiciales, es decir a Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo de Justicia, Consejo de la Magistratura y el Tribunal Agroambiental. Es el Poder Legislativo el que define las listas finales. Pero además de esto, en las urnas populares, los bolivianos deberán elegir otros 52 jueces, entre titulares y suplentes, para esas cuatro máximas instancias judiciales. Al obtener mayoría simple de votos ya son nombrados.
Con todo esto rondando, solo es cuestión de tiempo para que aquí se instale el debate. Y lo que está demostrado es que en cualquiera de las formas de elección, la politización de la justicia –con infiltración del narcotráfico– es lo que más daño genera a la democracia. Nuestro reto es blindarla.