Sésamo, ábrete

Estos días de frío inusual trajeron a mi memoria intensos y gélidos inviernos de la infancia. Nuestras casas no estaban preparadas para soportar las bajas temperaturas. No había calefacción ni chimenea a leña ni frazada de lana polar.

audima

No existían las estufas eléctricas ni a gas ni salamandras de hierro. Para sobrevivir nos encimábamos la ropa y si teníamos suerte conseguíamos una tricota heredada de algún familiar o buena gente del vecindario. No había televisión ni Netflix ni Instagram.

Nuestra mayor distracción eran los libros, los juegos de mesa o el descanso, el ángel y el diablo o a la pelota muerta en el patio. Hacia el atardecer, en el galpón de la casa, lugar que era una especie de depósito de bártulos viejos y cosas en desuso, alguien encendía el fuego y se armaba el brasero jere, para juntarse alrededor del calorcito y tomar mate de coco pisado en el mortero y cebado con leche dulce y calentita.

Ese brasero jere se convertía en un conversatorio karape que podía ser divertido cuando se contaban chistes o se cantaba el pericón y se decían relaciones que eran unos versos loquísimos, intercambiados entre varones y mujeres a la voz de alto, alto, alto... Entonces, el varón decía algo así como: Para el dolor de cabeza no encontré remedio yuyo, por eso vengo a curarme con algún besito tuyo.

Y luego, la dama podía responderle: De dónde salís mocito, carita de cucaracha, metete en un rinconcito y dejate de las muchachas. Por supuesto esto era entre los adultos y tenían más éxito quienes sabían improvisar las relaciones. Estos encuentros familiares vecinales podían ser de terror espeluznante si se contaban historias de pomberos, mitã rerahaha o fantasmas de cementerio. Tampoco faltaban los chismes del barrio que relataban hechos impresionantemente falsos.

A mí me encantaba cuando mamá nos contaba o leía los cuentos de Las Mil y Una Noches. Ella, al igual que Scherezade, tenía una enorme facilidad para relatar esas leyendas que llevaban a nuestra imaginación hasta las nubes en alfombras voladoras, atraían a los genios que cumplían deseos, nos llevaban a viajar las aventuras de Simbad el Marino y nos hacía vibrar de miedo con el suspenso de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones. Otra que misión imposible.

Las Mil y Una Noches es una famosa recopilación medieval en lengua árabe de cuentos tradicionales del Oriente.

¿Por qué el libro se llama Las Mil y Una noches? Según Jorge Luis Borges quizás se debe solo a una contaminación de la frase turca bin bir, cuyo sentido literal es mil y uno y se emplea para decir muchos. Por otra parte, ciertos maestros esotéricos arguyen que el número mil está asociado a la felicidad paradisíaca y a la inmortalidad, mientras que el uno es el centro místico. Mirá vos... Por ahí resulta que cuando alguien exclama: ¡Hija de Mil! Lo que está diciendo en realidad es hija inmortal de la felicidad y el centro místico.

Lo
más leído
del día