Un músico virtuoso

La semana pasada, del 6 al 9, se realizó en nuestro país el VIII Festival Internacional de Clarinetes con la presencia de algunos de los más destacados músicos. La contribución paraguaya a este arte se llamó Rubio Gómez, el primer concertista de clarinete en el Paraguay. Para llegar a él y a su tiempo tengo que dar unas vueltas y mencionar un nombre: Mario Prono.

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Prono es un recordado actor y director teatral; por encima de todo, una persona excepcional, de singular dimensión humana. Sus padres, doña María y don Roberto, eran propietarios del bar “Vareto”, en O’Leary entre Palma y Estrella. Si mal no recuerdo fue en los años 60 y 70.

El “Vareto” fue un comercio muy concurrido, principalmente por sus empanadas de carne bañadas en azúcar. En horas de la mañana, y parte de la tarde, los clientes llenaban el salón con el conocido y contagiante ronroneo de la masticación sabrosa.

Al atardecer, doña María y don Roberto eran sustituidos por su hijo Aldo, quien se hacía cargo del negocio, que a esas horas cambiaba de ramo a la espera del tropel de artistas que pronto ocuparían la casi desierta calzada.

Cuando los clientes nocturnos del “Vareto” –actores, actrices, músicos– no estaban en temporada en el Municipal, caían en el bar a partir de las 20, o las 23 cuando trabajaban. Era como una dulce obligación gastar las horas en la plácida compañía de esa gente que hacía de la noche su razón de vivir. Una vida en apariencia –sólo en apariencia– disipada en el ocio que la gente “normal” lo utilizaría, también a esas horas, en la cama o tal vez en una aburrida reunión social.

Entre los clientes del “Vareto” cómo no recordar, por ejemplo, a Rubio Gómez, celebrado clarinetista de la orquesta sinfónica o de cualquier otra orquesta que buscaba la excelencia interpretativa. Rubio Gómez –nunca nadie supo su nombre en el caso improbable de que hubiera tenido otro– fue el primer paraguayo concertista de clarinete. Era un virtuoso con sus dedos exageradamente gordos como exageradamente gustaba de la cerveza como a todos los que acudíamos al “Vareto”. Hablaba poco, pero sonreía mucho. La sonrisa, o la ausencia de ella, le bastaba para expresar sus ideas, a favor o en contra de lo que se hablaba.

Rubio Gómez, según los entendidos, siendo un buen músico no lo era tanto en las actuaciones públicas como en las reuniones de amigos. Así habrá sido porque luego de vaciar con deleite dos botellas de cerveza se daba a la ceremonia –sin que nadie se lo pidiera– de sacar el clarinete de su estuche y llenar el aire con las primeras notas, suaves, pero vivaces. Con la tercera botella, del instrumento salían, uno tras otro, los valses de Strauss. Nadie hablaba. A nadie se le ocurría hacer ningún comentario. El silencio era total. Se sabía de memoria que si alguien osase pronunciar una palabra, una sola, el virtuoso clarinetista volvería, con la misma parsimonia con que lo había desenfundado, a guardar el instrumento sin que nadie intentara convencerlo de lo contrario. Hubiera sido un esfuerzo inútil.

Entre valses y valses, se acababa la tercera botella. Cuando venía la cuarta, Rubio estaba como poseído. Nunca lo hemos visto acariciar a una mujer, pero nos imaginábamos que no lo haría con más ternura como a su clarinete. Ya sabíamos que estos momentos de gozo eran el preludio del plato fuerte de la noche. Después de mirar a cada uno de su devoto público, con sus ojos intensamente verdes y mansos, arremetía con la música clásica con total dominio de Mozart. Que nadie cometiese el error imperdonable de aplaudir a destiempo. Podría ser el final del concierto en solo de clarinete que en ningún otro sitio era posible escuchar con una perfección igual.

Si en las primeras horas del amanecer irremediable Aldo Prono no se hacía oír con su sonoro “bueno, bueno, bueno”, acompañado de fuertes palmadas, el sol nos sorprendería arrobados, encandilados, por el arte incomparable de Rubio Gómez. Otro hubiera sido su destino si naciera en un país distinto al nuestro. Claro que en ese caso se privaría del deleite, del gozo, de la dicha de su propia melodía que, justamente, se hacía música sólo en presencia de sus amigos del “Vareto”.

El “bueno, bueno, bueno” de Aldo marcaba la hora exacta para salir a la calle Estrella y tomar a tiempo el tranvía de las 2. Si por algún motivo se lo dejaba pasar, el próximo sería el tranvía de las 5, pero ya con el “Vareto” cerrado.

Si no menciono, es porque no me acuerdo del año en que Gómez ofreció su concierto en el Teatro Municipal. Tal vez fue en los años 70.

Un festival de clarinetes nos remite necesariamente al virtuosismo de Rubio Gómez.

alcibiades@Abc.com.py

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