Del brazo de mi abuela Juana, llegué yo a los 6 años a la Escuela Celsa Speratti, una escuelita del centro de Asunción que funcionaba en lo que fue la casa de una de las docentes que junto a su hermana Adela y Serafina Dávalos, hicieron invaluables aportes a la educación paraguaya.
Mis maestras eran mujeres de la “vieja escuela” que me enseñaron, entre otras cosas, el valor del esfuerzo y la disciplina. “Querer es poder”, me decía la profe María Celina y cuánta razón tenía.
En mi casa, mis tías -fabulosas, atrevidas, incondicionales -siempre me alentaron a soñar y a no tener miedo, a dar lo mejor a pesar de que los demás no hagan lo mismo. “Hacé vos lo honorable, aunque el resto no lo haga”, el lema de las chicas Sales.
Y como reza el dicho “Dios los crea y ellos se juntan”, no puedo más que creer en que por un milagro divino, en mi camino se cruzaron mujeres maravillosas para convertirse en mis amigas.
Estando en cualquier punto del planeta, no hay distancia que esté lejos para que ellas me den su amor y compartan conmigo su sabiduría. Ellas son absurdamente perfectas y si las tengo conmigo, siento que puedo con todo.
Mi vida está llena de aciertos, tropiezos y caídas. Muchas veces aunque quise no pude, pero seguí intentando, porque a decir de una amiga, “me senté en hombros de gigantes” que me dieron el sostén para poder levantarme.
Este privilegio de tener una vida marcada por mujeres extraordinarias trae consigo una gran responsabilidad: hacer que las siguientes generaciones tengan la misma red de contención, apoyo y amor.
Las mujeres que hoy día estamos en la lucha por la igualdad, el fin de la violencia machista y la marginación tenemos el deber de dar a las próximas generaciones las herramientas para seguir construyendo una sociedad justa, donde todos tengan las mismas posibilidad de crecer y tener la mejor vida posible.
Somos responsables de transmitir sororidad y empatía para con nuestro género, para que unidas tengamos la fuerza necesaria para crecer ante la adversidad.