Sin embargo, alrededor de cada uno hay trampas muy bien tendidas, zancadillas de intenso atractivo, que están listas para engatusar sin piedad. Y los que caen en sus garras pagan un elevado y doloroso precio. Llamemos de materialismo insaciable, de individualismo neurótico, de secularismo despistado, y otros.
Igualmente, dentro de uno mismo hay una inclinación constante a cosas morbosas, que nos alejan del verdadero bien, que es la amistad con Dios y la participación en sus proyectos.
Por ello, Jesús en el Evangelio de hoy nos enseña las bienaventuranzas, al inicio del Sermón de la Montaña, constituido por los capítulos cinco, seis y siete de Mateo, que sería leído durante seis domingos consecutivos. Pero hay una interrupción por el inicio de la Cuaresma, el 22 de febrero: miércoles de Ceniza.
Para combatir las falacias del mundo y de la sociedad de consumo, el Señor muestra cómo la cosa funciona con los criterios de Dios, que felizmente, son diferentes de los razonamientos humanos, tan marcados por las vanidades, y a veces, por traumas psicológicos de amargas consecuencias.
Las bienaventuranzas manifiestan las actitudes propias de quienes optan por el Reino de Dios, o sea, por las relaciones interpersonales marcadas por el ejemplo de Jesucristo.
La primera beatitud es la más importante, y tal vez, la más difícil de comprender: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.”
“Felices” es el anhelo de todo mundo: ser feliz, y el Señor traza el camino con perfección, aunque con ciertas dificultades, que parece que no terminan nunca.
Sin embargo, la expresión “alma de pobres... pobres de espíritu...” no es muy sencilla de entender. Es cierto que no significa complejo de inferioridad, falta de instrucción o pasividad social.
Significa reconocer nuestra dependencia con relación al Creador, y manifestar gratitud por sus dones. También ser humilde en el trato con los demás, sin prepotencia o manipulación, igualmente presentar gestos de solidaridad y de servicio comprometido.
Vivir las bienaventuranzas conduce a una profunda felicidad, porque hace uno semejante a Jesús, porque impulsa a no temer las burlas del mundo, con tal de ser fiel al Señor. Es la fortaleza de trabajar por la paz, y de ser perseguido por practicar la justicia.
Estos son los verdaderos valores que caracterizan la nobleza del ser humano.
Paz y bien.
Hno. Joemar Hohmann-Franciscano Capuchino