Apenas trescientos años de libertad. Un suspiro en el Tiempo.
No parece casualidad que aquellos días, aún con todas sus evidentes miserias y contradicciones, sean vistos todavía hoy como una época dorada, maravillosa, en la que el pensamiento humano podía expresarse casi sin límites.
Después, las tinieblas del oscurantismo cristiano impidieron que haya suficiente luz durante mil interminables años. “AD 381″ (Año del Señor 381) es un libro de Charles Freeman que lo explica brevemente.
La lucha por recuperar la antorcha que Prometeo le robó a los dioses para liberar a los hombres fue dura y sólo empezó a fulgurar nuevamente desde que la Gloriosa Revolución inglesa de 1688 la rescató del abismo en que la escondieron.
Quienes la rescataron tenían plena conciencia acerca de la fragilidad de la libertad. La frase no es de Thomas Jefferson, tal vez el mayor exponente universal de los valores de aquella Gloriosa Revolución, pero se la atribuyen muchos con cierta justicia: “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”.
En Gettysburg, noviembre de 1863, Abraham Lincoln, advirtió, en el sentido de Flaubert, que “…nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida bajo el signo de la libertad… Hoy nos hallamos embarcados en una vasta guerra civil que pone a prueba la capacidad de esta nación, o de cualquier otra así concebida, y así dedicada, para subsistir por largo tiempo”.
El 6 de julio de 1987, Ronald Reagan repitió que “La libertad nunca está a más de una generación de su extinción. No la pasamos a nuestros hijos en la sangre. Hay que luchar por ella, protegerla, y ponerla en sus manos para que hagan lo mismo, o un día gastaremos nuestro ocaso contándoles cómo era cuando… los hombres eran libres”.
El 15 de mayo de 2019, Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, y Emmanuel Macron, presidente de Francia, suscribieron, con más de cien otros referentes corporativos la denominada “Llamada de Christchurch”, en la que, con la excusa de combatir los discursos de odio y violencia, se comprometieron a implementar la censura a escala global.
Ya sabemos lo que pasó después: La censura está institucionalizada y no se pueden cuestionar los dogmas oficiales sobre vacunas, cambio climático o el movimiento popular sin sufrir cancelación. Las tinieblas se ciernen de nuevo, confirmando que, si no se defiende la libertad, ella perece.