Desde hace diez días no pueden usar una sola gota y se quejan de que la Essap no les provee de nuevos medidores, ya que los suyos han sido robados.
El noticiero presenta la siguiente información. Una joven es apuñalada por asaltantes. Dos jovenzuelos a bordo de una motocicleta la interceptaron y la hirieron con un cuchillo al resistirse a que la despojaran del teléfono celular que con tanto esfuerzo había comprado.
Ahora la joven está internada en estado grave en una unidad de terapia intensiva.
La siguiente noticia del informativo es sobre la recuperación de un reloj de 35.000 dólares que había sido robado y empeñado luego por el ladrón por 30.000 guaraníes.
Las tres noticias ocurrieron en lugares muy distantes entre sí, pero sin embargo están profundamente conectadas.
Lo más lógico es pensar que esa conexión se reduce a que en los tres casos los ladrones sustrajeron los objetos con la intención de obtener dinero rápidamente para financiar algún vicio, probablemente drogas.
Pero en las tres noticias también subyace el otro gran problema de fondo, que si alguien roba algo para obtener dinero fácilmente es porque hay alguien que lo compra.
¿O cómo se explica que se roben hasta las tapas de medidores de empresas públicas con distintivos claramente identificadores?
Quien se encargará de tratar de aprovechar ese metal es indudablemente consciente de cómo fue obtenido.
Alguno podrá pensar que es un problema legal, de endurecer las condenas para los reducidores y aplicar así castigos más severos a quienes terminan financiando hurtos, asaltos y hasta asesinatos que se producen con la finalidad de obtener algo.
La legislación penal fija condenas de hasta diez años de cárcel si la reducción se realizara con fines comerciales o si el reducidor integra directamente una banda formada para realizar continuamente hurtos, robos o reducciones.
Pero también establece que si ocurre dentro de un núcleo familiar la persecución del delito dependerá de la víctima, y, sobre todo, si el objeto robado no alcanza los 10 jornales mínimos, unos 980.000 guaraníes, dependerá también de la víctima impulsar una acción, salvo que a criterio de la fiscalía exista un interés público especial que requiera una persecución de oficio.
El debate puede plantearse entonces sobre el marco legal y la impunidad que existe en muchos casos con la complicidad de autoridades policiales o judiciales.
Pero además tiene que ser también un debate sobre la necesidad de un cambio cultural.
Hasta hace algunas décadas era por ejemplo algo absolutamente normal comprar aquí un vehículo robado en Brasil con el argumento anestesiador de conciencias de que se trataba “solo” de un golpe de seguro.
Hoy, la respuesta social debería ser de absoluta intolerancia a quien ofrece algo de manera oscura y por un precio muy inferior al que tiene realmente.
Si no se da esa batalla social el otro camino es del del ñembotavy colectivo, para seguir escandalizándonos de robos, asaltos y asesinatos que se difunden en los noticieros, hasta que alguno de ellos nos toque cercanamente, por culpa también de esos silenciosos financistas de delitos y crímenes.