Humberto, total y eternamente libre

Comencé a sentirme parte de Ñandutí en su apertura misma (1962) en la casona de la calle Antequera (la de los raudales más portentosos de Asunción). Mi papá estuvo ahí como locutor, y frecuentaba yo los espectáculos en la “Fonoplatea Multicolor” (nunca supe qué diablos quería decir eso de “multicolor”, otro invento semántico de Humberto).

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Celebridades musicales de aquella época, Palito Ortega, Roberto Carlos, Sandro, cantaron en ese teatrillo que no era más grande que la sala grande de una casa. Todos esos tipos cantando para unas 100 personas (o menos) que cabían en el espacio. El resto del público se agolpaba en la ventana que daba a la calle. Ingüeroviable, diría el viejo y sabio Kostia. Ahí sentaba su imperio aquel tipo alto, pintón, dicharachero, con un vozarrón intimidante, pero con una sonrisa inalterable que aplacaba su imponencia física.

Sentí mucho cuando Ñandutí se mudó, pues se fue muy lejos de mí (la calle Choferes del Chaco quedaba entonces “en las afueras” de Asunción). Pero seguí siendo fiel oyente. La radio me acompañaba hasta cuando estudiaba. Siempre.

Viví como oyente la evolución de Ñandutí hasta que llegó a ser la radio informativa total y me fascinaba el ritmo alucinante que le imponía Humberto a sus programas mañaneros (eso hizo que no soporte yo las entrevistas largas y tediosas de otros conductores). Y ya estaba tendido en la radio otro lazo afectivo más: mi hermano, Amado. La dupla Humberto-Amado se tornó un clásico en la lectura de noticias.

Viví el dolor de Ñandutí en los tiempos de la dictadura. Sufrí con las interferencias y el cierre, rumiando la impotencia que uno siente cuando el poder omnímodo te aplasta y te humilla. Gocé con el retorno pletórico para continuar la historia, para ejercer la libertad con libertad, para desplegar en todo su esplendor un espíritu combativo que jamás pudo ser doblegado por la barbarie.

Cuando me despidieron del diario HOY, tuve un pasajero refugio en Ñandutí y en el semanario Tiempo 14.

Humberto fue también, desde mi niñez, compañero de graderías sufriendo y gozando con Guaraní. Una tarde, en cancha de Libertad, estábamos sentados uno al lado del otro, y salió al campo nuestro equipo. Todos aplaudieron. Menos yo, que no soy de aplaudir demasiado. Se dio vuelta y me prendió un akâ pete: “aplaudí pues, Farina”. Di dos palmadas para complacerlo.

Me atribuyo el haber conocido a Humberto como pocos (de tanto escucharlo). Su tono me revelaba qué estaba sintiendo él y cuán pire vaí estaba o cuán contento le ponía algo. El Saber va Contigo nos tuvo muy juntos. Cuando me miraba durante el programa, ya sabía yo que debía preparar una respuesta certera a alguna típica pregunta sorpresa suya.

El tiempo corre raudo. Humberto odiaba envejecer. Se enojaba en serio cuando se le hablaba de vejez. La pandemia nos separó. Ya no volví a El Saber y no lo volví a ver. Pocos días atrás hablé con Gloria, y me preparó para el final.

Y, entonces, volví a la casona erigida sobre los raudales supremos de la calle Antequera; a la visión de aquel tipo alto, de sonrisa unánime, que tenía un carisma Multicolor, un vozarrón Multicolor y una voluntad Multicolor, como su vieja Fonoplatea, que hoy la veo en sepia. Volví para verlo a Humberto Rubin levantar vuelo y flamear en libertad, con su espíritu invenciblemente libre. Totalmente libre. Eternamente libre.

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