Chapai está disgustado, él como hijo del gran Cacique Arapysandú ¡trabajando bajo las órdenes de ese extranjero! Así que, reunido con sus amigos en un descanso, pronuncia por lo bajo “oú hína kururú”, provocando la hilaridad de sus compañeros, de lo que el bajo, mofletudo y entrado en carnes jesuita se percata, pero sofocado por el calor y los mosquitos de estas tierras olvidadas por Dios, no da mayor importancia.
Siglos más tarde, nuestro genial Augusto Roa Bastos también se refiera al uso del apodo como venganza personal de los más desvalidos ante las injusticias y atropellos, cuando en una de sus obras narra que, al capataz inglés despiadado y de mano pesada, los obreros del ingenio azucarero dan el sobrenombre “Buey Pyta”, por el color de su cabello y rostro eternamente enrojecido. También relata que los efectos sicológicos de este recurso utilizado como placebo no duraban demasiado, porque este señor no dudaba en repartir golpes de puño y latigazos al menor atisbo de insurrección, real o ficticia, para salvaguardar la tranquilidad necesaria para la explotación azucarera. Al final de la historia, en una revuelta el británico tuvo la mala suerte de quedar frente a frente con un paraguayo que manejaba el machete con singular destreza.
Del apodo nos dice el diccionario de la RAE “Nombre que se da a una persona en vez del suyo propio y que, generalmente, hace referencia a algún defecto, cualidad o característica particular que lo distingue”. En síntesis, el apodo es incómodo y puede llegar a ser hasta cruel, se referirá a algún rasgo distintivo de la persona, generalmente malo o feo, y la asociación de palabras resultante tendrá una connotación jocosa y hasta despectiva hacia el sujeto a quien va dirigida. Existe quien se ríe de su apodo, quien lo toma a mal, el que despidió a un empleado a quien escuchó burlarse al respecto y hasta a quien no le da ni frío ni calor.
Como ya mencionamos al principio, los paraguayos no estamos exentos de las ventajas de instituir apodos, costumbre que, desde la época de la Colonia, pasando por los mensúes en los yerbales, los obrajeros en las plantaciones de caña, peones de estancia, soldados en los cuarteles y, en general, cualquier persona en situación de inferioridad con respecto a otra (por la posición económica, relación del sub-alterno con el jefe, obediencia debida en el caso de los militares), permite el descarado, infame y enorme placer de ejercer una venganza urdiendo el apodo más burlón posible.
Nos guste o no, tenemos que aceptar que el apodo es siempre como un pequeño ajuste de cuentas: Al jefe que nos hace quedar horas de más (que no se pagan), le vemos el cuello largo y ya aparece un sobrenombre gracioso; lo mismo con la profesora universitaria que no nos perdona un error, ¡para qué luego lleva el cabello de esa forma!, y ni qué decir del delantero de la Selección Nacional que falló un penal. Las posibilidades son ilimitadas en lo que hace a poner sobrenombres y hay verdaderos campeones en la materia (como decía el abuelo “para cada menester, hay alguien que sabe hacer”).
Una vez más, nuestro dulce idioma guaraní es particularmente simpático y apropiado para darle “en el ojo” a la gente, y los “dejos” en la lengua vernácula son más que espectaculares: Ñati’û biquini, que es demasiado delgada; Pombéro cédula: demasiado feo; Satanás peluche: súper feo; Sapatú un lado: no sirve para nada; Arpa forro: de molde o forma fea. Y no nos olvidemos de Kuré caldo: pesado por demás; Ñandejára Taxi: por burro (tonto); Mykurê a anatómico: que huele muy mal.
Esta manifestación de nuestro humor autóctono, trasmitido antes de boca en boca y hoy día con ayuda de tantos medios, es lo que nos permite a los paraguayos aguantar –junto a nuestro consabido estoicismo, esperanza y la fe en un mañana mejor- todas las burlas, afrentas y atropellos a que somos sometidos de diversas maneras y desde diferentes frentes, pero principalmente por parte de los políticos, quienes de alguna manera tienen la mayor responsabilidad en que las cosas estén como están.
De esta forma, mientras evolucionamos lentamente como sociedad, apuntalando los cimientos de una educación mejor (elemento básico), aprendemos a votar a conciencia (nuevamente elemento básico), luchamos por erradicar el clientelismo político (otra vez un elemento básico), seguiremos recurriendo a la “vieja confiable”, asociando la actitud de fulano con vivir dentro de un termo, de zutano de ser el dueño y señor de todo y de perengano de vestir un hábito negro y barajar tras los halos del humo los destinos de la República como si se tratara de una mano de cartas. Y el recurso ancestral habrá surtido su efecto porque, por un momento y con genuino alivio, vamos a reírnos de nuestra desgracia.