Escrache

En un sistema judicial donde la impronta es la liviandad, la desidia cómplice, la impunidad con quienes ejercen el poder, el escrache es casi la última frontera de acción que le queda al “común” para exteriorizar su repudio e indignación ante los bandidos que pululan en la administración del Estado.

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Un sucedáneo, una especie de “justicia por mano propia” de los sectores populares cuando la mano de la justicia no interviene para poner orden y sancionar a quienes con sus hechos de corrupción quebrantan la paz social.

En un mundo marcado por la virtualidad de las manifestaciones públicas, y hasta las relaciones interpersonales más íntimas, el escrache adquiere dimensión de acto subversivo, de rebelión contra el abuso de poder, la prepotencia, la injusticia, la corrupción pública.

Si algo molesta a los poderosos cebados en la impunidad que les garantiza un sistema legal corroído y sometido a sus intereses, es el escrache. Un tipo de expresión ciudadana que en un tiempo no muy lejano era impensable, y que tamaña osadía se pagaría terminando en un calabozo, molido a palos.

La reflexión viene a cuento de una condena a que fue sometido Óscar Flecha, un activista social que encabeza un grupo de “escrachadores”, que de tanto en tanto protagoniza ruidosas manifestaciones frente a las casas de diputados, fiscales, y alguno que otro personaje público. Flecha fue demandado por calumnia por Hernán Schulhauss, director de un medio de comunicación digital, que se consideró agraviado por expresiones vertidas a través de las redes sociales.

La condena sienta un precedente judicial en los tribunales locales, donde también se tramita otra querella por calumnia, promovida por el exgobernador de Itapúa, Juan Schmalko (ANR), en relación al sonado caso del escrache conocido como “El árbol de la corrupción”.

La decisión del juez Blas Zorrilla abre las puertas a futuras medidas judiciales del mismo tenor, y tiene un indefinible tufillo a efecto colateral de alerta para quienes impulsan este tipo de manifestaciones, que turban la paz y tranquilidad de los poderosos de turno.

La condena se ubica entre la delgada línea que separa la libertad de expresión y el siempre latente deseo de censura de quienes detentan el poder y se sienten incómodos y molestos ante los cuestionamientos.

Deja un peligroso precedente en materia de expresión ciudadana ante cuestiones que hacen al interés público. Paradójicamente, un precedente promovido por un actor social que tiene en la libertad de expresión su herramienta fundamental.

jaroa@abc.con.py

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