La palabra Inepto se define en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española como “No apto para propósito alguno”. Deriva de las voz latina ineptus que simplemente señala al “no apto”.
Lo que resulta difícil de comprender es la pasividad casi cómplice con la que los ciudadanos aceptamos esta ineptitud por parte de quienes deben prestar un servicio. Y ya no hace falta referirnos que esto supera ampliamente el ámbito solo de lo público sino que alcanza también a los servicios que prestan empresas del sector privado.
La ineptitud generalizada de nuestra sociedad, que hace un culto a la mediocridad como estilo de vida, impide el desarrollo del mérito como un valor, castiga a quien se esfuerza, premia la vagancia, postula al ruin y arruina la vida de quien se esfuerza.
Esto produce injusticia. Injusticia que quieren disfrazar de desigualdad, pero no es más que primero corrupción y luego prostitución de las ideas. Quienes ayer levantaban gritos contra los corruptos, hoy se sientan a su mesa gozando de las sobras del festín de quienes primero llegaron llenando sus bolsillos con la sobra del botín y guardando un cobarde silencio a espaldas de quienes confiaron en sus discursos de antaño.
La ineptitud se refleja en la impotencia, indolencia y aceptación de lo injusto como necesario y de la trampa como justificable expresión de subsistencia. Porque pocos son quienes quieren luchar por la dignidad cuando la comodidad miserable se regala en cada esquina.
En vísperas de la fiesta mariana de Caacupé, el gobierno declara asueto para el funcionario público. Aquel que — en su mayoría — no conoció el rigor del desastre económico de la pandemia. Aquel que fue protegido por una ley que a tontas y locas, “cuida” su cargo mientras ejerce “la representación” de un afligido electorado que confió en sus huecas palabras para que al terminar la faena, vuelva a algún rincón de un edificio abarrotado de gente que no hace nada porque “siempre nomás luego fue así”.
Mientras tanto, cientos de miles de paraguayos dejarán de ganar por jornales u horas para expresar su devoción y escuchar una homilía de algún inepto pastor — salvo honrosas excepciones — que declama su ira contra “la hostil política” mientras olvidan proteger el sacrificio de quienes se desangran por llegar a sus casas con dos monedas en el bolsillo y sin heridas en sus cuerpos.
La única salida a la ineptitud es el mérito. Y no hay mérito sin libertad. Y no existe libertad sin responsabilidad. Y no hay responsabilidad sin sacrificio.
El mayor regalo que podemos darnos para este fin de año es convertirnos en adultos asumiendo el costo de la libertad. Confiarnos en la propia fuerza de nuestro sacrificio y saber que no existe mayor conquista que la de ser cada día mejores. No mejores que los otros, sino mejores a lo que fuimos ayer, nosotros mismos.
Para quienes rezarán este 8 de diciembre a la Virgen, les recomiendo que no pidan milagros para otros, sino que le rueguen a Ella que realice el mayor milagro de todos: convertirnos en seres dignos y responsables de la libertad que intentamos profesar. Y que la ineptitud no sea una costumbre aceptada sino definitivamente desarraigada de nuestra sociedad gracias al culto al mérito y al coraje de ser diferentes.