La inseguridad se va extendiendo en esta urbe tomada por el desgobierno y la violencia.
El otrora apacible Casco Histórico asunceno es hoy albergue de marginales, microtraficantes y explotadores de menores, así como de chespis a quienes la droga les impide ser conscientes de sus actos. Varias plazas han sido confiscadas en aras de una permisividad peligrosa, y significativos monumentos fueron convertidos en tendederos de ropa y orinales de ebrios.
Si la calidad de una ciudad se mide por la calidad de sus espacios públicos, Asunción carece de calidad alguna. Numerosos espacios públicos han sido usurpados debido a la complacencia de las autoridades.
En la Costanera Norte, sitio de recurrentes asaltos a quienes van a caminar, especialmente en horas nocturnas, los delincuentes impiden la iluminación. En mayo del 2020 robaron el cableado de la lumínica. La empresa concesionaria tardó en reponerlo. Y una vez repuesto, el 15 de noviembre pasado volvió a ser robado.
El Estado, es decir, la sociedad con sus atributos organizativos, posee una fuerza legalmente facultada para defender sus intereses contra quienes los violentan. Pero en este caso, la policía parece haber liberado el área. Las 25 comisarías policiales de Asunción no dan abasto para luchar contra la delincuencia.
A la ineficacia policial, preventiva y represiva, se suma otro factor: el consumo cada vez más divulgado del crack, o chespi, esa droga que devasta el cerebro de tanta gente joven. Un informe del Centro de Control de Adicciones, de no mucho tiempo atrás, señalaba que la edad promedio del inicio del consumo de crack era entre los 13 y los 15 años, pero fueron hallados niños de 8 años ya adictos.
Esta es una dolorosa fuente de la cada vez más probada inseguridad en el microcentro asunceno: los niños adictos. Y hay también numerosas niñas. Crecen en la precariedad, el desamparo y en el resentimiento, que los va haciendo cada vez más duros, más incontenibles.
En torno a Asunción habría que puntualizar dos modos del peligro: 1) el de los delincuentes natos (como en el caso de los ladrones del cableado en la Costanera) y 2) el de los marginados que no ven otra forma de sobrevivir más que cometiendo algún tipo de tropelía que les posibilite un sustento mínimo (como en el caso de los niños y los jóvenes adictos). Detrás de estos últimos están los microtraficantes, y detrás de estos, los distribuidores mayores que responden a su vez a una organización más elevada. Y así sucesivamente hasta llegar a los jerarcas narcos.
Ante este panorama no hay ninguna acción coordinada, nacional ni municipal. Por el contrario, aflora una total indiferencia. La ciudadanía asuncena ve cada vez más perdida su otrora apacible ciudad, que le está siendo hoy arrebatada por una violencia que no es percepción, sino realidad.