Hay, sin embargo, un factor común bien llamativo entre esas leyes: ninguna de ellas se va a cumplir. En el caso del Presupuesto no hacen falta muchas argumentaciones. El ministro de Hacienda ya ha anunciado que no se cumplirán varias de sus estipulaciones. De cualquier manera, aunque el Ejecutivo no hubiera anunciado su incumplimiento, todos sabemos que no habrá plata para hacer frente al despilfarro que irresponsablemente propuso el Parlamento.
Ocupémonos ahora de las leyes buenas, cuyo respeto no es imposible ni dañino, sino que supondrían mejoras importantes para el país. Las legislaciones que ya existían al respecto jamás se cumplieron, ni en materia de deforestación ni, por supuesto, tampoco en materia de corrupción. Hasta se podría pensar que, si se hubieran cumplido, no sería necesario hacer más rígidas las normas y endurecer los castigos.
No imagino que haya ningún parlamentario ni ningún integrante del Poder Ejecutivo tan despistado que crea que, a la hora de aplicarse esas leyes, vayan a suponer alguna diferencia real y es probable que, si hubieran tenido la más mínima sospecha de que se llegarían a aplicar rigurosamente, se lo habrían pensado dos veces antes de aprobarlas y promulgarlas.
Desde luego, ningún ciudadano razonablemente informado de lo que ocurre en el país tiene la esperanza de que las autoridades tengan la intención de hacerlas cumplir; a la vista de lo que está pasando con algunos de los más sonados juicios por corrupción o ante la evidencia de auténticas caravanas de gigantescos camiones cargados de enormes troncos, que llevan décadas resultando totalmente invisibles para policías, fiscales, aduaneros y oficinas gubernamentales dedicadas a la protección del medio ambiente.
Para ser justos, hay que decir que esta desconexión radical entre la legislación y la realidad no es exclusiva de las autoridades nacionales. Leí en estos días, por ejemplo, que la municipalidad de Asunción (que hoy por hoy parece una ciudad bombardeada con sus pozos en todas las calzadas, con sus veredas destruidas, plazas desoladas y, además, cada vez más sucia) firmó un pomposo acuerdo internacional de “ciudades sostenibles”… Señores munícipes, antes de hablar de hacerla sostenible, ocúpense de hacerla apenas un poco más habitable.
Cada vez más, en nuestro país, las leyes se han convertido en una especie de camuflaje del delito. El razonamiento parece ser así: “Hay mucha corrupción y tenemos mala imagen internacional, hagamos una ley durísima al respecto y, después, como hemos hecho siempre, permitamos que los ‘amigos’, los ‘correligionarios’ y la ‘familia’ la incumplan”; o también: “Somos uno de los países con mayor deforestación de la región, hagamos una ley estupenda; total nadie se va a molestar en hacerla cumplir”.
Hemos llegado así a tener un cuerpo legal muy amplio (inclusive excesivo) que, literalmente, solo sirve como cobertura cosmética de una generalizada podredumbre, que tolera y hasta promueve y premia a los delincuentes que las quebrantan.