En barco unía Montevideo con Buenos Aires. Con niebla, tomó un atajo y chocaron con el casco de un buque hundido. 53 personas murieron.
Durante las últimas horas del 10 de julio de 1963, el barco “Ciudad de Asunción” zarpaba de Montevideo con destino a Buenos Aires en medio de una noche llena de niebla. El buque, que prestaba el servicio conocido entonces como “vapor de la carrera”, tomó un atajo y embistió los restos no visibles de un viejo casco a pique. Allí, a primeras horas del 11 de julio, comenzó uno de las tragedias más grandes del Río de la Plata. Un naufragio que arrastró 53 vidas y que tuvo un sinfín de negligencias.
A 60 años de aquel episodio, Clarín habló con uno de los pasajeros sobrevivientes del naufragio, Eduardo Miodownik. Él fue una de las 424 almas que iban a bordo del “Ciudad de Asunción”. La memoria lo retrotrae a los eventos de aquel naufragio y los revive a la perfección. Tenía diez años cuando “le tocó” vivirlo; hoy tiene 70.
Todavía recuerda los gritos de desesperación, la angustia de ver que no había botes para todos y cómo es la cara que pone una persona antes de morir de hipotermia.
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Una noche fría y con niebla en el Río de la Plata
El 10 de julio de 1963 hacía mucho frío. Además de eso, no era un día común, porque el cielo entero estaba cubierto por una espesa niebla que se extendió por horas y horas.
Eso provocó que se suspendieran todos los vuelos que salían desde Uruguay. Por la misma razón en el Puerto de Buenos Aires, tomaron la decisión de suspender la partida del buque “Ciudad de Montevideo” con destino a la capital uruguaya.
El clima mejoró en la últimas horas del 10 de julio y en el Puerto de Montevideo autorizaron la salida del “Ciudad de Asunción” a las 21. A bordo estaban muchos de los que no pudieron subirse a un avión. En total embarcaron 360 pasajeros y 64 tripulantes.
Al mando del buque estaba el capitán Juan Carlos Avito Fernández, un hombre con una experiencia de 39 años en el río. Además de él, la plana mayor del puente de mando se completaba con Luis Camilo Celis Perroni y Manuel Velilla (baqueanos); Simón Licht y Sergio Fonticeros (telegrafistas); José M. Díaz (jefe de máquinas); Gustavo Cornet y Juan Carlos Muñoz (comisarios), Humberto Beraldi (médico).
Al zarpar del puerto el barco tomó una ruta que no era la formalmente establecida en la carta náutica, aunque sí la más utilizada en la para ahorrar tiempo y combustible. Lo cierto era que las autoridades marítimas de los dos países sabían que eso ocurría, pero mantenían un silencio cómplice.
En lugar de poner la proa al sur para tomar el Canal Punta Indio, el buque puso un rumbo Oeste -Noroeste que buscaría entrar al canal principal de navegación a la altura del Banco Magdalena, trayecto que implicaba pasar sobre el Banco Ortiz.
Un viaje habitual
Eduardo, su hermano Jorge (los dos uruguayos) y su madre Lillian (argentina) tenían pasajes comprados para aquella noche del 10 de julio; la familia solía viajar a Buenos Aires para visitar a los abuelos maternos en Once.
La familia Miodownik tenía un camarote en el “Ciudad de Asunción”, y Eduardo recuerda que las primeras horas fueron tranquilas, sin sobresaltos. Como estaba previsto, todos los pasajeros cenaron en el comedor del barco.
Los que no tenían un camarote para dormir porque viajaban en tercera clase o porque no habían conseguido, dormitaban en el suelo junto a sus equipajes de la forma que podían. El silencio de un viaje de ocho horas que iba a durar toda la noche no duró mucho.
La niebla que parecía haberse disipado volvió y envolvió al barco. El primer turno de la guardia lo había tenido el baqueano Perroni, y su relevo fue el capitán Avito, quien tomó el mando cerca de las 3 de la mañana del 11 de julio.
Avito, un experto con más de tres décadas en la navegación, no previó que la niebla y el cambio de ruta configuraron una “tormenta perfecta” que derivó en el choque con el casco de un barco hundido. La tripulación no vio las boyas que señalizaban los restos a pique del carguero griego Marionga J. Cairis con los que terminaron colisionando.
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Terror a bordo
“Más o menos a las 3 o 4 de la mañana el buque paró. Yo no sentí nada, lo único que recuerdo es que mi madre me dijo ‘se apagaron los motores’ y que saltamos todos de la cama”, narra Eduardo en diálogo con Clarín, desde Uruguay, donde vive.
“Mito”, como le dicen sus afectos, oyó entonces las voces desesperadas del pasillo. Gritaban que había que subir a la parte de arriba del barco con lo puesto. Así lo hicieron tanto Eduardo como su hermano de doce años y su madre, Lillian.
El agua fría empezaba a meterse por todas partes en el “Ciudad de Asunción”. En ese momento, Lillian recordó que en los camarotes habían quedado los chalecos salvavidas. Entonces bajó y volvió lo más rápido que pudo, con un chaleco para cada uno.
“Los botes no alcanzaban para todos, y me acuerdo que los que tenían preferencia eran los que iban en primera categoría, no importaba que yo fuera un niño de diez años. No teníamos lugar para entrar en los botes”, rememora Eduardo.
El nene vio alrededor la desesperación de los pasajeros, que no sabían si tirarse al agua, esperar o entrar en pánico. La tripulación no sabía que hacer ni mantenía la calma. No estaban preparados para una emergencia como la que estaba ocurriendo.
En medio del caos, algunos botes salvavidas se rompieron cuando los bajaban porque lo hacían mal. No está claro cuántos botes había en el barco y cuántos se perdieron. Según distintos registros de la época, el “Ciudad de Asunción” tenía cinco botes, 20 balsas y 630 salvavidas.
Al frío, la niebla, la oscuridad y a un buque que estaba a medio hundirse se le sumó otro ingrediente fatal: el fuego. Es que sin conducción de la situación, algunos pasajeros volvieron a sus camarotes y, como no había luz, improvisaron antorchas para alumbrar.
El olor a humo empezó a sentirse en la cubierta superior y en pocos minutos se convirtió en un incendio declarado bajo cubierta. Así, los náufragos quedaron divididos en dos grupos, separados por el fuego y el humo.
“Ahí empezaron a gritar ‘tírense al agua y aléjense del barco’, porque dicen que cuando el barco se hunde todo lo que está alrededor se hunde con el barco, chupa a la gente que está alrededor. Pero este nunca se llegó a hundir, quedó anclado en un banco de arena”, recuerda Eduardo.
Náufragos
Acorralada por el fuego y sin botes salvavidas a los que subir, la madre de Eduardo y Jorge decidió que era el momento de arrojarse al agua. Antes de hacerlo -recuerda su hijo Eduardo, 60 años después- la mujer tomó su collar de perlas y lo tiró al río.
“Recuerdo que dijo que lo hacía ‘para que el río esté calmo’, y después nos tiramos los tres. Pero apenas lo hicimos, perdimos de vista a mi madre. Nosotros con mi hermano lo único que podíamos hacer era nadar. No sé si las perlas de ella funcionaron, pero el río estuvo calmo”, relata Eduardo.
Los hermanos llegaron como pudieron hasta una tabla de madera grande, de la que también se aferraban otras personas. Uno de los tantos náufragos hizo un pedido a sus compañeros de balsa: mover las piernas bajo el agua para no morir de hipotermia.
Eduardo y Jorge, los dos agarrados de la madera con uñas y dientes, resistieron. Aun sin saber absolutamente nada de su madre, si seguía viva o estaba muerta.
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A lo lejos persistía el sonido de campanas o silbatos, y los gritos de desesperación. Uno de ellos destacaría del resto y sería recordado para siempre en la memoria de “Mito”: el del Abate Pierre, el sacerdote francés Henri Grouès, muy reconocido en esa época y que organizaba actos benéficos y a quien llamaban “El ángel de los pobres”.
Lo que nunca olvidó Eduardo es la mezquindad del Abate: “El hombre agarró, se sentó arriba de una madera y dijo ‘no toquen esta madera porque se va a hundir, yo soy el Abate Pierre’”.
Era este el mismo monje que el 12 de julio de 1963, tras sobrevivir al naufragio, declaraba a Clarín: “Solo pienso en el dolor de madres y padres”. La actitud del cura Grouès fue muy diferente de la que cuentan que tuvo el jugador de fútbol uruguayo Carlos Ariel “Lucho” Borges, quien esa noche ayudó a mucha gente en el naufragio, entre ellos a un niño que había quedado atrapado en el barco. Borges, autor del primer gol en la historia de la Copa Libertadores (para Peñarol de Uruguay), en ese momento jugaba para Racing Club de Avellaneda y volvía a reincorporarse al plantel después de visitar a su familia.
“Mito” era muy chico, pero tenía resistencia en el agua porque era un buen nadador pese a su corta edad. Sin embargo, su concentración por sobrevivir no lo salvó de ver cuerpos de otros pasajeros que no lo habían logrado: “Vimos gente ahogada o muerta de hipotermia a la que le salía espuma de la boca”.
Su hermano Jorge estuvo cerca de ese triste final. Comenzó a sufrir la hipotermia, a descompensarse en la tabla. En ese momento, después de más de tres horas de naufragio, apareció el patrullero de rescate “King” de la Armada Argentina.
El rescate
El ARA “King” y el ARA “Murature” fueron los primeros barcos en llegar al lugar en las primeras horas del 11 de julio. El “King” rescató a los hermanos Miodownik de las aguas; el “Murature”, aunque todavía no lo sabían, fue el que rescató a Lillian.
Después llegaron el “Granville” y el “Py”, y además salieron los remolcadores del puerto de la Plata, entre ellos “El vengador”: todos estos combatieron el incendio mientras los buques de la armada hacían el rescate.
Jorge fue asistido rápidamente y cubierto para paliar su principio de hipotermia. “Mito”, por su parte, se encontraba bastante bien pese a las horas expuesto al frío. Así que el mismo capitán del “King” lo llevó a su camarote y le sirvió un mate cocido para recomponer el cuerpo.
A ellos y a todos los rescatados los llevaron hasta la base naval Río Santiago, en Ensenada. En el puerto de La Plata esperaban los micros para transportarlos. Hasta ese momento, los nenes no sabían nada de nadie, ni siquiera sabían a dónde los iban a llevar.
“Un tío mío, hermano de mi abuela, que era doctor, subió a todos los ómnibus hasta que nos encontró. Gritó ‘¡Mito! ¡Jorge!’, y nos bajamos para irnos con él”, cuenta Eduardo.
La escena más emotiva ocurrió en el puerto, ese mismo 11 de julio a la tarde, cuando los dos hermanitos vieron a su mamá.
Angustiado, sin saber nada de sus hijos y su esposa, el papá viajó de Colonia a Buenos Aires.
El 12 de julio de 1963, cuando Clarín cubría las historias de los sobrevivientes de aquella tragedia, el pequeño “Mito” de 10 años, agarrado de la mano de su papá, daría un pequeño testimonio: “Yo tenía puesto el salvavidas. Me tiré al agua y después me agarré a un cajón. Así estuve durante un montón de horas. Tenía el cuerpo helado, las manos endurecidas. Pero después vinieron a auxiliarnos”.
Ahora, a 60 años de ese trágico episodio del Río de la Plata que se llevó 53 vidas, “Mito” es el mismo nene del naufragio pero también es otro. Dice que a pesar de que la tragedia no le dejó grandes secuelas, sí le costó volver a subirse a un barco. Lo hizo a los 22 años, cuando ya estaba casado.
“Siempre lo tengo en la memoria. En mi carácter me puede haber cambiado. A esa edad no entendía mucho, pero era lo que tenía que vivir y lo viví”, expresa.
Por el hecho la Justicia argentina condenó al capitán Avito Fernández y al baqueano Velilla a dos años de prisión en suspenso y diez de inhabilitación. Junto al hundimiento del vapor “Ciudad de Buenos Aires” en 1957, que dejó 65 muertos, y la colisión de los buques Royston Grange y Tien Chee en 1972, con 82 víctimas fatales, el naufragio del “Ciudad de Asunción” es una de las mayores tragedias del Río de la Plata.
Fuente: Clarín.