Desde hace unas horas, el mundo entero recuerda al mangaka Jiro Taniguchi, fallecido en Tokio el 11 de febrero del 2017, hace hoy cinco años. Nació en Totori en 1947 con el don de mostrar no solo lo sutil sino incluso lo intangible, lo mudo, los estados íntimos detrás de las miradas ausentes o curiosas, de los movimientos rutinarios o distraídos, las marcas del tiempo y de la nostalgia. Considerado uno de los padres de la nouvelle manga, y con prácticamente toda su obra publicada en español, nos dejó como legado la misteriosa grandeza de lo pequeño, el secreto valor de lo cotidiano.
Taniguchi comenzó su carrera de dibujante como asistente del mangaka Kyuta Ishikawa, de quien aprendió a dar expresividad e importancia a los animales. En las décadas de 1970 y 1980 comenzó a ganar notoriedad, en 1987 emprendió ese asombroso retrato del universo artístico, literario y político de la era Meiji que se titula La época de Botchan y que fue publicado como serie durante nueve años, y en las décadas siguientes, en historias como Cuidar a un perro o El caminante, entre otras hoy ya clásicas, tratadas con un nivel de exquisitez en los detalles y de maestría estética fuera de lo común, dio rienda suelta a su creatividad. Con títulos como Barrio Lejano, traducido a más de diez idiomas, conquistó al público extranjero y se volvió conocido, premiado y editado fuera de Japón, principalmente en Europa, algo que frecuentemente se considera relacionado con las influencias en su estilo de la ligne claire francobelga y de autores como François Schuiten.
En el año de su muerte, dedicamos a Taniguchi una portada de nuestro Suplemento Cultural en una edición que incluyó un artículo sobre su novela gráfica Tomoji, acercamiento al mundo de los paisajes rurales de la era Taishō, adiós al Japón feudal que dejó paso a la actual nación urbanita e industrializada y fresco costumbrista de una forma de vida movida al ritmo de los elementos y las estaciones, que prácticamente ha desaparecido.
Pero quizá su obra más conocida sea El gourmet solitario, verdadero buceo en las aguas profundas de la añoranza, donde cada comida revive determinado recuerdo, y cada recuerdo despierta el deseo de determinada comida.
Así, mientras el solitario gourmet recorre, por asuntos laborales, el Distrito Chuo, recuerda lo bueno que era el arroz hayashi y lo mucho que le gustaba. Es el distrito mismo el que se lo recuerda desde que llega. Se pone a buscar, entonces, un lugar donde sirvan arroz hayashi, y al no encontrar ninguno entra a un restaurante cuyos bifes tienen merecida fama. Pero el delicioso manjar sabe a decepción, porque para el solitario comer es buscar el sabor de algo perdido, que el deseo eternamente reclama.
Y comer también es imbricarse con lo inmediato de un modo profundo y primitivo, como cuando, en la zona industrial de Kawasaki, la laboriosa digestión de una comida pesada lo iguala a la fábrica, gigante cuyas vísceras de acero giran laboriosamente bajo las exigencias del trabajo pesado.
En todas las historias de Jiro Taniguchi sentimos que estamos contemplando la vida sin artificios; en todas accedemos a realidades tan complejas que solo pueden ser descritas con extrema sencillez; y en todas (o casi todas) parece que no sucede nada, que los personajes no hacen nada, o, al menos, nada importante. Pero con la extraña dignidad que dedican a sus tareas en apariencia banales, con la seriedad de El caminante en sus paseos inútiles, con el detenimiento de El gourmet solitario en los detalles de un menú corriente, nos revelan en silencio que precisamente eso que creemos lo más nimio, lo más anodino –caminar al atardecer por una calle, almorzar en un copetín de barrio, la luz de cierta hora en cierta esquina, la penumbra fugaz de una despensa, el frío o el calor en la piel, la consistencia del aire…– es la secreta sustancia del milagro.