Eami viene a mí

Eami es el nombre de una niña del pueblo ayoreo totobiegosode del Chaco, una palabra que en ayoreo significa «mundo» y el título del tercer largometraje de la cineasta Paz Encina, que, tras recibir el premio principal del Festival de Rotterdam, acaba de estrenarse en las salas de cine de nuestro país. De todo esto habla el escritor y docente Santiago Caballero en el siguiente artículo.

Eami viene a míArchivo, ABC Color
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El viernes 27 de mayo asistí a la proyección del filme Eami, de Paz Encina. Al concluir, sentí todo el peso de las imágenes subyugantes, de las palabras, como un viento que horadaba mi piel, mis sentidos, los saberes de mi vida, de mi historia personal y la historia del pueblo paraguayo. En esa desazón, no me animé a buscar el colectivo que me acercaría a mi casa. Como lo más congruente con lo que sentía después de ver la película, opté por caminar. Las calles mojadas, el aire fresco, una sutil neblina, me acompañaron y paso a paso, sin prisa alguna, me encaminé hacia Tacumbú, mi barrio asunceno.

Eami se apoderó de mí. Presencié, me convertí en testigo del calvario, con varias estaciones, del pueblo ayoreo totobiegosode del Chaco, un calvario que comenzó hace mucho tiempo y que se prolonga hasta hoy, sin pausas ni retrocesos. Eami no me mostró cómo corría la sangre de los niños, de los jóvenes, de los adultos, de los ancianos. Pero sí me contó y me mostró el despojo de sus tierras, de sus fogones, de sus pertenencias, de sus animales, de sus derechos, de sus vidas, de su ser… Con sencillas, palpitantes, tiernas frases desde la boca de una niña, y, de vez en cuando, de los adultos, rememoró la crueldad de los invasores, de las cacerías humanas, desde hace siglos hasta ahora, sin treguas. Volaba en un cielo gris el pájaro del amigo que logró escapar, y una tortuga, con la esperanza de mantenerse con vida y con la prisa que le permitían sus patitas, se arrastraba por un camino sin rumbo, y sin sus dueños, ya ausentes.

Solo eso. Nada más. Pero con todo el peso de las imágenes de los bosques que ya no acogen a este pueblo porque los cercaron con alambradas impenetrables, y con el derribo incontrolable de los árboles, que volvió la vida imposible. Esbirros armados, acompañados por perros, cumplían sin piedad la consigna del exterminio, ya a pie, ya surcando los cielos en aviones, en permanente cacería. Se vuelven impotentes las flechas, no hay escondrijos posibles, no hay protección de los dioses, no queda nada más que el imperio del odio, del final, a manos de los profanadores de los suelos sagrados, de los incuestionables nuevos dueños de los bosques, de las tierras, de los cultivos, de los hogares; los ancestros miran impotentes desde una distancia insalvable, donde los exiliaron para siempre.

Y cuando, por algún atajo del exterminio, algunos eran llevados como prisioneros, para, con pretendida y mentirosa benevolencia, dejarlos con vida, se les imponían las vestimentas, las comidas, los comportamientos, en nada parecidos a los inherentes a su historia. ¿Benevolencia? ¿Destello de humanidad? Más bien pretexto para no asumir la realidad del exterminio con su violencia física y pasar a otra violencia, en el fondo aún peor, la de negarles su identidad, su tekoha.

Siento, con Eami, que esa no es su vida. Ni la de su pueblo. La tierra sin mal ha desaparecido como el pájaro del amigo. Como el propio amigo, que no pudo huir y dejó esa tierra huérfana de hermano, de hermanos. Sin selva. Sin cantos de esperanza, de armonía, de unión. Eami, la selva, el mundo ya no existen. En el incierto camino que hoy recorre, o, mejor, por el que vaga sin vientos amigos, sin límpidos cielos, ya no hay esperanza de un mundo de hermanos, dialogantes con los otros, con las palmeras, con las tortugas, con los pájaros.

Eami vuelve a mí esta tarde gris de mayo. Paso frente a un enorme edificio con un cartel que lo anuncia como la Defensoría del pueblo. Antes, el edificio era de los militares. Ahora, acicalado, con arbustos decorativos, se presenta como defensor de un pueblo ausente, de los pueblos des-conocidos, o borrados y a borrar desde hace más de cinco siglos. Algunos nos enteramos de la tal defensa, pero nos callamos cuando es necesario decir «presente», cuando hace falta recordar que hay que revertir más de cinco siglos de soledad, de despojos, de violencia que ahora van en camino de convertirnos a todos en ausentes y sordos ante el llamado de la justicia, de la verdad, de la projimidad. Camino hacia mi barrio, Tacumbú, el del cerro ausente. El barrio que muchos de sus habitantes no quieren nombrar, porque así se llama la cárcel; el barrio de cuyo nombre muchos otros ni siquiera conocen el porqué. Yo vivo allí. Desde ahora, Eami me acompaña. Gracias a Paz, a Gabriela, a José, a Taguide y a todos los que propiciaron este encuentro. Eami me acompañará hoy y siempre. Aguyje.

*Eami (Paz Encina, 2022) se estrenó este año en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam, donde recibió el Tiger Award. Ha recibido también una mención especial del jurado en el 34 Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse y el premio a la mejor dirección en el 23 Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bacifi).

caballerosantiago1945@gmail.com

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