Lugo no es un fracaso de la Iglesia Católica

Existen algunas personas del ámbito político que expresan la idea de que la Iglesia Católica tiene algún grado de responsabilidad por el desastroso gobierno que encabeza el presidente Fernando Lugo.

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Es evidente que también la Iglesia Católica ha de sentirse apesadumbrada por el triste papel que una de sus ex cabezas visibles está desempeñando al frente del país. Pero no creemos que se deba responsabilizar a una institución milenaria y tan consustanciada con la formación histórica y cultural de nuestro pueblo por el desacierto, el desatino, la imprudencia y la falta de visión personal de uno de sus hijos descarriados.Existen algunas personas del ámbito político que expresan la idea de que la Iglesia Católica tiene algún grado de responsabilidad por el desastroso gobierno que encabeza el presidente Fernando Lugo. Como este fue miembro de ella, surgió de sus filas y representaba precisamente a su grado jerárquico, estiman que sería justo atribuirle a la institución eclesiástica la generalizada desilusión que la gestión del Mandatario produce en vastos sectores de la ciudadanía. Pues bien, es necesario decirles que se equivocan.   

En primer término es preciso señalar que la misión de la Iglesia Católica es de carácter espiritual, con connotaciones que atingen a la construcción de la sociedad humana, pero básicamente espiritual. No pretendemos con ello seguir el discurso de los que afirman que los pastores no deban tener una posición sobre el orden temporal. De hecho, existe un amplio y antiguo magisterio sobre la doctrina social de la Iglesia que ininterrumpidamente ha venido enseñándose desde épocas del papa León XIII. Como lo dijo el venerado Juan Pablo II durante su célebre visita a nuestro país, no se trata de "arrinconar a la Iglesia en sus templos". Sin embargo, esa doctrina de ninguna forma habilita a los religiosos a intervenir activamente en la vida político-partidaria de una nación ni tampoco nuestra Constitución lo permite.   

La naturaleza y la actividad de la Iglesia Católica, así como las del resto de las denominaciones cristianas, afectan fundamentalmente al orden moral de las cosas y, en tal carácter, guardan relación con la conducta de las personas, con la postura ética de las mismas ante la vida y sus prolegómenos. Los diez mandamientos son una prueba fehaciente de esta realidad incontrastable, ya que ellos son presentados como la "guía" que debe orientar la existencia de los adeptos y miembros de estas sociedades.   

Este era el ámbito en que el entonces ex obispo de San Pedro se movía antes de ser candidato presidencial, hasta que, aparentemente, alguien lo convenció de que él podría ser una suerte de emisario divino destinado a instaurar el "cambio" en el Paraguay. "Encargo providencial" que él finalmente aceptó.   

No hace mucho tiempo, el propio Lugo habló del tema. Al volver de una de las tantas sesiones de quimioterapia que se realizó en San Pablo luego de que le diagnosticaron un cáncer linfático, el Presidente expresó, en una entrevista con Radio Nacional, conceptos que así lo evidencian. Dijo entonces sentirse "muy amado por Dios" y que Este "tenía un designio para el Paraguay", plan del que, por lo visto, él se creía parte sustancial.   

Es evidente que cuando Lugo tomó la determinación de embarcarse en la empresa de gobernar el Paraguay, tenía una idea muy cándida sobre lo que en realidad significa administrar los graves asuntos del Estado, lo que es manejar un país. Creyó probablemente que se trataba de tomar las riendas de un país relativamente bucólico en el que la gente es mayormente bien intencionada y sensata; donde los sobresaltos no abundarían demasiado puesto que existe una consideración más o menos generalizada en torno a la respetabilidad y la honestidad de una figura eclesiástica, máxime aún cuando ella es de grado episcopal.   

Pero se equivocó grandemente, y pronto lo habrá podido constatar, porque en el corazón humano anidan sentimientos profundamente mezquinos, y se reflejan al interior de la sociedad en términos de egoísmo, rencor, avaricia, malas intenciones, y un afán desmedido por acumular riquezas y privilegios. Si Fernando Lugo creyó que el Palacio de López era un ámbito equiparable al púlpito de la iglesia del departamento de San Pedro, desde el cual él podría pronunciar sus sermones conciliadores a una grey mansa y disciplinada que obedecería sus criterios y los haría carne en la realidad cotidiana, erró gravemente.   

En los hechos esto es lo que debió suceder para que su gestión comenzara prontamente a generar decepción en la ciudadanía. Ello, sin pretender entrar a juzgar su fuero interno, y suponer que Lugo se haya valido de la Iglesia o que la instrumentó desde un principio para catapultarse al poder y tener allí una vida plena de privilegios y comodidades.   

Sea como fuere, el resultado está a la vista de todos. Hoy tenemos un presidente absolutamente incapaz de gerenciar el Estado, sin preparación ni cintura política que le permita conjugar con sabiduría la enorme maraña de intereses contrapuestos que chocan entre sí al interior de una sociedad, virtud elemental de la que ningún gobernante de un régimen democrático puede ni debe carecer. Como consecuencia lógica de todo este despropósito tenemos un pueblo traicionado, una Iglesia traicionada y una promesa de cambio traicionada.   

En medio de la incertidumbre y la decepción, algunos intentan –interesadamente– continuar confundiendo al Lugo presidente con el Lugo obispo, pretendiendo responsabilizar a la institución eclesiástica por los daños que uno de sus exponentes generó al país, con la frustración adicional que produce el hecho de que este ex jerarca católico llevaba a nivel personal una vida desordenada y poco acorde con las enseñanzas que él mismo transmitía públicamente.   

Es evidente que también la Iglesia Católica ha de sentirse apesadumbrada por el triste papel que una de sus ex cabezas visibles –un "sucesor de los apóstoles"– está desempeñando al frente del país.   

A pesar de todo lo expuesto, no creemos que se deba responsabilizar a una institución milenaria y tan consustanciada con la formación histórica y cultural de nuestro pueblo como es la Iglesia Católica por el desacierto, el desatino, la imprudencia y la falta de visión personal de uno de sus hijos descarriados.   

Los paraguayos continuaremos venerando el legado que la Constitución le reconoce como corresponde, en el entendimiento de que a ella pertenece un muy significativo número de compatriotas, y que se trata de una entidad que aún tiene mucho que decir y contribuir por el engrandecimiento de nuestra nación.   
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