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Silvia Miranda, de 29 años y aproximadamente 1,65 m, estudiante de Psicología en la especialidad de trabajo comunitario, vestía una camisa a cuadros verdeagua de mangas tres cuartos, pantalón vaquero azul y su celular en la mano. La primera vez la observé con curiosidad por su pelo casi blanco, sus ojos -verdes, según mi apreciación- con movimientos involuntarios que no se perciben a menos que se la mire fijamente y su piel blanca, blanquísima.
La escuché durante un buen tiempo y después de esa charla las preguntas rebotaron en mi cabeza: ¿El albinismo es una enfermedad? ¿Una discapacidad? ¿Una condición genética? ¿Qué necesitan las personas albinas? ¿Qué limitaciones tienen? ¿Y por qué no se difunden noticias sobre ellos?.
La respuesta es que son una minoría que, y como la mayoría de ellas, son invisibles. No existen en las estadísticas, no hay servicios especializados dedicados al albinismo en el sistema de salud pública, no hay avances médicos o investigaciones científicas frecuentes que apunten a mejorar la calidad de vida de los albinos.
¿Están enfermos o son discapacitados? La Organización Mundial de la Salud dice que el albinismo es una enfermedad hereditaria de transmisión “autosómica recesiva”, que significa que ambos padres deben aportar un gen que por defecto u anomalía no produce la melanina que da pigmentación a la piel, el pelo y los ojos. Existen organizaciones y países donde el albinismo se trata como una discapacidad. Silvia no está de acuerdo con ninguna de esas posturas.
Ella define el albinismo como una condición genética que deriva en características particulares como la falta de color de los ojos, el cabello -que varía en distintos tonos de rubio hasta blanco- y la piel, que necesita cuidados más intensivos que la piel de una persona que sí la tiene pigmentada. Los albinos no pueden exponerse mucho al sol y cuando lo hacen deben usar protector solar –factor 80 ó 100- y usar ropas que les cubran la mayor parte de la piel; eso explica la camisa mangas tres cuartos en una época calurosísima en Asunción, su ciudad natal.
Es cierto sin embargo, que existen limitaciones como por ejemplo los problemas de vista que pueden desarrollar, pero que se solucionan con anteojos, lupas y otras herramientas, pero sobre todo se puede arreglar adecuando algunas cuestiones sociales a sus necesidades.
“Sinceramente, a nadie le importa cuántos albinos hay en Paraguay”, dijo Silvia en aquella ocasión. Tenía razón, y esa situación se replica en todos los países de la región. Además de los problemas de la piel y de la vista, las personas albinas pueden sentirse desplazadas, discriminadas, sin importancia, lo que puede derivar en problemas de la conducta social, pues cuando se los trata diferente, con rechazo -y eso no es solamente para albinos- la persona tiende a encerrarse, a alejarse, a ensimismarse.
Silvia, cuya madre se encargó de abrirle camino dondequiera que intentaron discriminarla y cuyo padre le enseñó desde joven que ella no debía dejar pasar por alto su condición, y debía usar eso para ayudar a otras personas, tiene el sueño de crear una Fundación llamada Albinos Paraguay, que se encargue principalmente de identificar los casos, brindar información, soporte médico y asesoramiento psicológico.
Para ella, que ha superado o al menos sobrellevado casos de discriminación laboral o ha conocido casos de discriminación educativa, la información es vital, porque el ser humano suele temer y rechazar lo que desconoce, generando una cadena de daños sociales en que las más perjudicadas son personas inocentes.
La desinformación es causa, por ejemplo, de que en Senegal los albinos sufran muchísima discriminación, o incluso, en Tanzania sean víctimas de violencia física o incluso la muerte, porque son considerados brujos, seres que traen mala suerte y se les llama “fantasmas negros de piel blanca”.