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“El último canto de Don Augusto” fue el título del cuento con el que, en la categoría Mayores, ganó Loup en la vigésima primera edición de concurso de cuentos del Club Centenario, en setiembre pasado. Este año el jurado del concurso estuvo compuesto por Maybell Lebrón, Bernardo Neri Farina y Patricia Camp, y además, contó con la asesoría de Dirma Pardo Carugati.
En conversación con ABC color, Loup cuenta que formó parte de la Academia literaria del Colegio Santa Clara en la época del colegio, pero que durante su carrera universitaria -en la facultad de Derecho- se mantuvo un tanto alejado de la literatura, y que recién después de graduarse fue que empezó a tomar en serio a su pasión por escribir.
“Entré en el taller de Irina Rafols, primeramente, y luego fui a otros talleres para adquirir otras visiones distintas. Hoy veo a la literatura como parte importante de mi vida. Pretender vivir de eso sería una tontería en nuestro medio. Solo se puede vivir de esto si se es verdaderamente bueno, en un nivel superlativo. Pero quién sabe. Por eso, ansío seguir mejorando, porque considero que la satisfacción es el enemigo más grande de un escritor”, sentencia Loup.
Considera además que la falta de crítica, propia y ajena, es un enemigo muy real del arte nacional en general y de la literatura en particular. Como escritor, esta distinción es la segunda que gana en concursos de cuentos, además de haber obtenido otras distinciones en concursos locales y publicaciones en antologías.
El discurso de Loup durante la ceremonia de premiación por su cuento “El último canto de Don Augusto” ganó preponderancia en el ambiente de las letras, por lo que desde ABC Color consideramos que este tipo de mensajes es necesario transmitir, por el valor del contenido. Así que, aquí va el discurso de Loup íntegro, que también lo compartió en sus redes sociales:
"Estimados miembros del Jurado, autoridades del Club Centenario, apreciado público presente:
Durante toda mi vida, oí constantemente aquella frase, tan vieja como la humanidad, que sin misericordia se dirigía a nosotros, la generación de la postdictadura, con el estribillo repetido: “La juventud de hoy en día…”
“La juventud de hoy en día ya no estudia”. “La juventud de hoy en día ya no trabaja”. “La juventud de hoy en día ya no respeta a sus mayores”. “La juventud de hoy en día…”. Con cuánta terquedad se nos acusó de haber nacido en el tiempo que nos tocó, hasta imponernos, casi, la idea de que no somos dignos de levantar la mirada ante la magnificencia del pasado.
Entremezclado entre esas palabras irreflexivas, subyace un peligro mayor y autodestructivo. Cuidado: no digan a un joven que no vale nada, pues podría llegar a creérselo. Sin embargo, ya entrados quince años de este nuevo siglo, existe una juventud cada vez más consciente de que su rol es vivir a plenitud su propio destino, sin importarle lo que otros antes que ellos hicieron o dejaron de hacer.
Una juventud que se rebela ante las diatribas de sus mayores, cuyas generaciones solo dejaron a su paso pobreza e ignorancia. Una juventud que busca traer luz, progreso, solidaridad, compromiso, de los que carecieron muchos de quienes ahora nos señalan con el dedo acusador por el simple hecho de haber nacido después, en un país que ya estaba muchas décadas atrasado cuando nosotros apenas aprendíamos a leer bajo sistemas de educación caducos antes de su lanzamiento.
Una juventud cuyo mayor pecado ha sido progresar –como gusta decir mi amigo Sebastian Ocampos– sin nada y a pesar de todo, en el incesante desafío de un mundo que no escucha pretextos ni justificaciones de ningún tipo, y en el que ya no vale seguir invocando dictaduras o mediterraneidad para sobrevivir.
Una juventud que no teme parecer grosera al responder en voz alta y firme a las palabras de sus mayores, cuando se da cuenta de que éstas son injustas, y les hacen ver, sin vergüenza ni ofuscación, que acumular años no es acumular verdades.
Una juventud que se niega a seguir siendo parte de ese Paraguay obstinado en vivir en el pasado, por ser éste, ajeno, mal contado y las más de las veces desgraciado. Oímos perplejos como se reivindica en las escuelas, en las calles, en la memoria, tiempos peores, llenos de ignominia, mentiras, torturas e ignorancia, como si aquellas hubieran sido eras de gran prosperidad. Como si los jóvenes de ayer en día hubieran tenido acceso o medios para ser lo que dicen ser. Como si la precariedad que nos exhibe la historia no fuera evidente y nuestro espíritu crítico ni siquiera existiera, para darnos cuenta de que invocar con orgullo un pasado vergonzoso es parte del atraso del cual este país no quiere desempantanarse.
En ese contexto, leer y escribir son también, actos de rebeldía. ¿De rebeldía contra qué? Contra la mediocridad. No tengo, personalmente, conceptos románticos de la escritura o el arte. No pasa por autoproclamarse artista y adoptar un modelo de vida bohemio o irresponsable. Nuevos escritores surgen en todos lados, con la conciencia plena de que, al contrario, la literatura es un oficio arduo que debe ser tratado con responsabilidad y con una tenaz ética de trabajo.
Trabajar en busca de inscribir nuevos nombres encima de aquellos otros que fueron puestos sobre piedra en los pórticos de los palacios nacionales de la cultura. Nombres intocables, repetidos a la juventud como puntos fijos, absolutos, en la literatura y el arte. Trabajar para acceder a aquel sitial con voz propia y desmentir aquella frase perjudicial que reza que lo paraguayo por ser paraguayo es bueno, tan contaminante como aquella otra que expresa que lo paraguayo por ser paraguayo es malo.
Agradezco al Club Centenario y al honorable Jurado por haberme concedido el primer premio en este concurso que ya va sobrepasando la segunda década de existencia. Ustedes han dicho que mi cuento merece ser ganador, y no soy quién para discutir dicha decisión. Pero tengo bien presente las palabras que dijo una mujer sencilla –porque la verdad es la verdad, sin importar si proviene de un gran intelectual o de una deportista contemporánea–, llamada Luciana Aymar, a quien en una entrevista le preguntaron cuál fue su reacción al enterarse de que había sido elegida como la mejor jugadora de hockey del mundo. Inmutable ella respondió: “No creérmelo, porque si me lo creo, dejaré de mejorar”. Acepto con humildad el honor y lo tendré en cuenta como una voz de aliento en mi afán de seguir progresando en el arte de la literatura. Pero no me lo creo.
Muchas gracias".