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Mangoré, por amor al arte comienza de forma estándar para una “biopic” musical. Luego de que el texto inicial del filme promete una mirada a la vida del hombre extraordinario detrás del músico maravilloso, nos encontramos con el hombre y músico en cuestión, Agustín Pío Barrios (Damián Alcázar) tras bambalinas antes de iniciar un recital, perdido en sus pensamientos, aparentemente a punto de empezar una revisión reflexiva de su vida y los pasos que lo llevaron hasta ese preciso instante en su vida; recuerda un poco a la introducción de Walk the Line, con Johnny Cash recordando su vida desde la muerte de su hermano antes de dar uno de sus más icónicos conciertos.
Pero la película resulta no estar enmarcada en los recuerdos de Barrios, o al menos no de una forma lineal, porque avanza y retrocede libremente en el tiempo de una forma que podría haber sido interesante si se usaba para un propósito claro, pero la forma arbitrariamente azarosa en que el director Luis R. Vera conduce su película la deja como un recorrido innecesariamente enmarañado por la vida de Nitsuga Mangoré, que salta caprichosamente entre lugares y años sin dejar que momentos individuales y ocasionales ideas interesantes, pequeñas y grandes, permanezcan en pantalla lo suficiente como para pintar una imagen clara del hombre extraordinario detrás del músico maravilloso.
El principal problema de Mangoré es una aparente falta de paciencia y una frustrante tendencia a establecer situaciones interesantes pero mostrarnos solo su antes o su después. La película nos dice que desde pequeño a Barrios le atraía la guitarra, pero el filme apenas ilustra eso, haciéndonos saltar de un pequeño Agustín siendo persuadido por su madre para que deje la guitarra y salga a jugar, a un Agustín ya adulto (interpretado en su juventud por un demasiado rígido Celso Franco) bajo la tutela de maestros de la música, sin mucho contexto; vamos de ver a Agustín coquetear con su novia Isabel (Lali González, que hace un buen trabajo con un papel demasiado breve) a verlos reencontrarse años después, ya con un hijo y con su relación claramente afectada por la vida de giras y ausencia, y luego aún más años después, cuando ya son dos los hijos.
Y, sin embargo, nunca llegamos a conocer a este Agustín ni a Isabel como personajes, a pesar de que hay posibilidades dramáticas interesantes en su relación; personalmente me hubiera interesado ver por qué Isabel siente tanta adoración por Agustín y cómo afecta a éste el dilema de tener hijos que básicamente no conoce.
Pero rara vez la película se toma tiempo para explorar lo que pasa dentro de la cabeza de su protagonista y, cuando lo hace, esto –generalmente– toma forma de conversaciones rígidas y forzadas en vez de explorar la psique de Barrios de forma más creativa.
Y lo peor es que hay buenas ideas: hacia el final, la película se mete en la cabeza de Barrios de una forma quizá algo trillada, pero muy interesante que podría haber sido aprovechada para ilustrar de forma más creativa los pensamientos de Barrios, en vez de recurrir a conversaciones aburridas y solo ocasionalmente bien actuadas entre un intermitente Alcázar y un forzado Joaquín Serrano.
Por momentos, la buena película que parece hallarse allí en algún lugar, enterrada bajo la errática estructura que Vera le da a Mangoré, sale a dar destellos de calidad. Momentos como esa conversación final, o momentos en que las cosas se cuentan con chispazos de humanidad como cuando la esposa de Barrios, Gloria (Aparecida Petrowky, de sólido trabajo) convierte una palabrota en guaraní en una canción para bailar, o simplemente cuando Vera corta los diálogos innecesarios y deja de saltar en el tiempo para mostrar a Barrios haciendo su arte en vez de ponerlo a hablar de él. La película tiene una desesperada necesidad de más escenas con Barrios simplemente tocando la guitarra y dejando que el público en la pantalla y frente a ella asimile la magia de la que tanto habla, canalizada por la encantadora música de Berta Rojas.
La película también deja algo qué desear en lo visual, ya que el arduo trabajo de ambientación, vestuario, maquillaje y demás cuestiones técnicas en las que la película se gastó más de un millón de dólares –lo que la hace la película paraguaya de mayor presupuesto jamás hecha– no se aprecia todo lo que podría por la insistencia de la cámara de enfocarse siempre cerradamente en los actores, rara vez permitiéndonos ver bien el mundo que habitan. Además, por alguna razón que supongo ha de tener sentido para alguien, pero cuya lógica escapa a mi entendimiento, casi toda la película está filmada con cámara en mano, por lo que siempre hay una sensación temblorosa, independientemente de si se trata de un momento de inestabilidad emocional para el protagonista o una simple conversación; esto tarda muy poco en ponerse molesto. Con todo esto, la película paraguaya de mayor presupuesto jamás hecha no impresiona a los ojos.
Hay una buena película en las entrañas de Mangoré, por amor al arte, una atrapante retrato de una figura que se deja ver de reojo, pero que se pierde en un torbellino de momentos de la vida de su protagonista que llegan desordenados y pasan demasiado fugazmente.
La ambición de la película es admirable, pero la ejecución se queda corta.
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MANGORÉ, POR AMOR AL ARTE
Dirigida por Luis R. Vera
Escrita por Luis R. Vera
Producida por Leo Rubín
Edición por Luis R. Vera
Dirección de fotografía por Javier Arroyo
Elenco: Damián Alcázar, Celso Franco, Aparecida Petrowky, Lali González, Joaquín Serrano, Iñaki Moreno, Fabián Gianola, Carmen Briano, Tana Schémbori, Jorge Ratti