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El cacareo de gallos interrumpe el profundo silencio instalado en el asentamiento del grupo atetadiegosode del pueblo ayoreo en el departamento de Boquerón. Poco a poco, el cielo estrellado da lugar a rayos del sol y los chillidos de bebés hambrientos anuncian el inicio de una jornada marcada por la incertidumbre.
El suave olor a palo santo, utilizado tradicionalmente en las fogatas de los indígenas ayoreo por su contenido aceitoso, infunde en la aldea mientras los hombres y mujeres van saliendo de sus chozas y se juntan para compartir el mate.
Anteriormente, conversaban sobre los trabajos que le esperaban en las estancias aledañas, donde frecuentemente eran contratados por día para realizar tareas varias. Algunos hombres discutían sobre los sitios adonde podrían acudir para realizar una mejor cacería que los días anteriores.
Las mujeres, por su lado, se dedicaban al cuidado de los más pequeños, así como a la recolección de hierbas y frutos secos, cercanos al asentamiento que fundaron en el 2010; unos 60 años después de que fueran expulsados del mismo sitio por una misión evangélica.
Sus preocupaciones se centraban en recuperar las 11.000 hectáreas del predio ocupado por otros estancieros, quienes aseguran ser también dueños de las tierras presentando títulos superpuestos. En las restantes 14.000 hectáreas, se enfocaban en mantener lejos a los camiones rolleros que ingresaban para extraer ilegalmente madera del monte.
Hace unos meses, esas conversaciones se interrumpieron y fueron reemplazadas por la pregunta “¿Por qué Paraguay vende tierras de indígenas?”. En vez de enfrentar la superposición de títulos y buscar frenar los atropellos de traficantes de rollo, el Instituto del Indígena (Indi), al mando de Rubén Quesnel, vendió las 25.000 hectáreas de la propiedad a una ciudadana vinculada estrechamente a un poderoso grupo empresarial sojero.
Llamativamente, la transacción fue realizada a menos del 10 por ciento del valor de la propiedad. Pero para los indígenas, el valor de sus tierras ancestrales, que les permite mantener sus antiguas tradiciones y formas de vida, está por encima de cualquier monto establecido por “el hombre blanco”.
“Yo no quiero ver ningún guaraní sobre esas tierras, yo quiero las tierras”, repitió insistentemente Unine Cutamoraja, líder de la comunidad Cuyabia, al ser consultado sobre su posible interés en parcelar el territorio y vender partes de él. Visiblemente ofendido, Cutamoraja explicó que ahí vivían sus ancestros y es ahí donde ellos prefieren seguir viviendo.
Definitivamente, si Quesnel hubiera consultado a la comunidad antes de vender las tierras, la negativa del grupo no hubiera permitido que la venta se llevara a cabo. Sin embargo, al no realizar la consulta, Quesnel violó el Artículo 64 de la Constitución Nacional, que establece claramente que los pueblos indígenas “tienen el derecho a la propiedad comunitaria de la tierra” y se prohíbe “la remoción o traslado de su hábitat sin el expreso consentimiento de los mismos”.
El grupo de indígenas, asesorados por un plantel de abogados de la organización Tierraviva, está consciente de sus derechos y están dispuestos a pelear por ellos. Por esto, se han visto obligados a abandonar sus trabajos diarios para realizar patrullajes por el territorio, donde ya se ha constatado desmontes, y visitas a las ciudades cercanas para tomar parte de los procedimientos legales.
Si bien fueron tomados por sorpresa, Cutamoraja expresó que no tienen miedo, y con la frente en alto aseguró que continuarán su lucha para recuperar definitivamente la tierra que los pertenece.
Los indígenas saben que tienen el respaldo de las leyes vigentes y gran parte de la población. Los organismos internacionales también están pendientes a las acciones del actual gobierno, que también empiezan a adherirse a la pregunta que persigue a la comunidad “¿Por qué Paraguay vende tierras de indígenas?”.