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El sol golpea en la cara. A lo lejos, un grupo de personas camina lentamente por el camino de caliente tierra roja, todavía les queda un largo trayecto antes de llegar a su destino en alguna de las compañías escondidas en la desolada zona.
En el lugar reina un profundo silencio, quebrantado por el canto de un solitario grillo y el motor de alguna motocicleta que pasa. El seco viento norte que aparece esporádicamente hace que el calor de la tarde parezca aún más fuerte.
“Acá era”, dice Alberto cortando el silencio. El hombre armado con su cámara fotográfica y ataviado con su remera amarilla de ABC Color se mueve para tomar varias tomas del lugar y cada tanto se queda mirando, como tratando de recordar hasta el último detalle de la jornada de hace ya casi un año. “Acá era donde estaba la camioneta cuando llegamos”, insiste.
Para llegar hasta el punto exacto en el que un solitario monumento recuerda el sitio exacto en el que el corresponsal de ABC Color Pablo Medina y la joven Antonia Almada fueron asesinados hay que viajar por un camino terraplenado en muy malas condiciones y en el que el tránsito es escaso. Eso sí, nadie se anima a circular despacio o quedarse a ayudar si ve alguna moto o algún vehículo al costado del camino. “Es entregarte”, cuenta Alberto.
En silencio, sosteniendo con fuerza su arma, el suboficial segundo que cumple el papel de su custodio desde hace ya dos años observa parado al lado de la camioneta, mirando a los costados ante el menor ruido de un motor acercándose.
***
Pablo estaba raro esa mañana. Algo parecía molestarle.
La noche anterior, se había quedado despierto hasta tarde. Había decidido no acompañar a su hijo menor, Virgilio, al torneo de la escuela. Cuando el niño volvió, pasaron un rato juntos, conversando en la habitación hasta que “Vikiko” decidió prepararse para dormir.
Pablo salió al jardín delantero de su casa y se quedó sentado allí con su esposa, a media luz, hasta cerca de la medianoche. Aunque en algún momento, el silencio se terminó apoderando del domicilio ubicado a pasos de la iglesia de Curuguaty, la ciudad a la que Pablo había adoptado como su hogar desde hacía varios años.
- “Mañana me voy a Ygatimí”, dijo el periodista. Sus palabras cortaron el silencio. “Preparame, por favor, mi camisa, esa de mangas largas, porque parece que va a hacer un poco de calor”, le pidió a su esposa.
Sentada en el mismo patio, un año después, Olga toma aire cada tanto para poder continuar con el relato. Trata de mantenerse fuerte, pero la voz temblorosa y los ojos cargados de lágrimas que se agolpan intentando salir pero que ella consigue mantener a raya de alguna manera, dejan en claro que sigue siendo complicado para ella hablar de la cuestión.
Olga se levantó de la silla en la que estaba sentada, planchó la camisa de Pablo y se acostó a dormir. Pablo dio algunas vueltas más por el patio, antes de seguirla.
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Cuando las primeras llamadas comenzaron a llegar, Alberto Núñez aún no podía creer lo que estaba escuchando. El entonces corresponsal del Grupo Nación en San Pedro y Canindeyú había compartido casi 15 años de coberturas periodísticas y amistad con Pablo, sabía que su colega de ABC Color estaba expuesto a peligro constante al igual que él, pero que alguien se haya animado a cumplir con las amenazas parecía algo demasiado improbable.
No tardó demasiado en subir a su auto, un Toyota Runx al que forzó hasta no poder más para llegar hasta el lugar. Eran unos 180 kilómetros de viaje, pero a él no le importaba nada. A su lado, su custodio, un suboficial segundo de la Policía que le había sido asignado tras una serie de hechos en los que su vida corrió grave peligro lo acompañaba en silencio.
Apenas dos semanas antes, Pablo le había llamado a consultar cómo había hecho para conseguir la custodia policial, que a él le habían sacado hacía ya un tiempo por decisión -según le dijeron- de la mismísima Comandancia. La preocupación del corresponsal de ABC había crecido exponencialmente luego de que se percatara de que un grupo de hombres que habían llegado a Curuguaty desde Pedro Juan Caballero estuvieron siguiendo todo un día a su hija.
Poco tiempo antes, alguien había llamado a una de las radios más importantes de la ciudad para decir que lo habían matado. En aquella oportunidad él estaba sentado en su oficina de la redacción regional del diario y bromeó diciendo: “Es la segunda o tercera vez que lo mitã chejuka ha ndamanóiti”. ¿No podía, tal vez, tratarse una vez más de algo así?
No, esta vez no.
- “Hasta ahora no puedo creer”, confiesa un año después en el lugar. “Increíble es, chamigo”, insiste. Su mirada se pierde un instante en la inscripción de la placa instalada y que debe ser inaugurada en coincidencia con el primer aniversario del crimen. Los pocos automóviles que pasan no pueden evitar reducir la velocidad al percatarse de la presencia de quien hoy ocupa el lugar de Pablo. “Es un vacío muy grande el que se quedó. La tarea es complicada”, confiesa.
El velocímetro del automóvil de Alberto marcaba los 160 kilómetros por hora. No soltó el acelerador ni siquiera en los tramos en los que el camino se encontraba en peores condiciones. Lo único que quería era llegar, algo que se le complicó bastante pues no conseguía dar con el camino vecinal en el que había ocurrido el crimen.
Luego de varios intentos fallidos, preguntas y repreguntas, finalmente llegaron al punto. A lo lejos, ya se veía a un grupo de gente rodeando una camioneta blanca parada pero con el limpiaparabrisas todavía funcionando.
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Cuando Pablo y Olga se levantaron la mañana de ese jueves, el reloj marcaba que eran cerca de las 06:30. Ella se preparó enseguida, aunque escuchó que su esposo conversaba con su hermana en la cocina.
- “¿Qué le hicieron o qué a Derlis?”, preguntaba él. Derlis es el hermano con discapacidad mental de Olga que vivía con ellos y al que Pablo quería como si fuera su hermano.
- “¿Por qué?”
- “Me abrazó tanto ahora. No quería largarme más de mi cuello y lloraba”, respondió.
Olga se despidió y fue caminando, como todos los días, hasta la oficina de Copaco en la que trabaja. “Parecía que Pablo no se quería ir, como que quería que le dijeran que por qué se iba a ir en vez de quedarse”, relata.
Como hacía todos los días, el periodista cargó su termo, tomó su mochila y se fue. Aunque esta vez, no cumplió con su rutina: despertar a Vikiko para que le abriera el portón y despedirse de él antes de ir a trabajar. Cuando él despertó y salió a buscar la camioneta de su papá, él ya se había ido.
La sensación de que algo iba a pasar no abandonó a Vikiko en toda la jornada. Y se acrecentó aún más cuando alguien fue a buscarlo esa tarde de la escuela y lo llevaron a su casa sin decir nada.
Antes de salir, Pablo envió un mensaje al grupo de WhatsApp de la sección interior de ABC Color para avisar de su cobertura. “Buen día, jefa. Voy a la Colonia Ko'e Porã de Villa Ygatimí, Ára Vera y Crescencio González, del distrito de Ypejhú, del departamento de Canindeyú”, indicaba quien fue corresponsal del diario por más de 16 años.
El texto mencionaba que habría una intervención de la Federación Nacional Campesina (FNC) por fumigaciones y que avisaría cuando regrese por “la tardecita”. Eran las 08:05.
La jornada siguió normal para Olga. Eran cerca de las 11:30, cuando decidió llamar a Pablo. Tras varios intentos, desistió pensando que seguramente estaba en algún punto sin cobertura. Como ya era cerca del mediodía, decidió ir a su casa y esperarlo allí, porque su esposo acostumbraba comer todos los días acompañado por su familia.
Al llegar a casa, se topó con que Pablo aún no había llegado. Preguntó y le dijeron que había llamado unas dos horas antes para decir que una persona iría junto a él y que por favor la atendieran mientras llegaba de su cobertura. Ni la persona a la que esperaba ni Pablo llegarían ese día.
Olga comió a las apuradas y decidió volver al trabajo para completar las horas que le faltaban aún.
Las primeras noticias, comenzaron a llegar alrededor de las 14:35. Olga se encontraba sentada en la oficina cuando vio llegar a don Chaparro, director de la radio Agricultura y muy amigo de Pablo Medina. Enseguida se percató de la angustia que traía encima.
- “¿Qué sabes de Pablo?”, le preguntó.
- “Y ¿por qué, don Chaparro?”, contestó ella enseguida. “Hace rato que le estoy llamando y no me contesta. ¿Qué sabes de él? Contame bien”, le dijo casi implorando.
- “Yo tengo muy malas noticias”, le confesó.
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Pablo ya estaba regresando de su cobertura. Había conducido cerca de 100 kilómetros para llegar hasta la colonia Ko’e Pora, tomar algunas fotos de una plaga de gusanos que afectaba a los cultivos de campesinos, hizo algunas entrevistas y decidió volver a su base, en Curuguaty.
No se había dado cuenta de que durante toda la jornada, un hombre -Flavio Acosta Riveros- le había estado siguiendo y pasando reportes constantes de su ubicación al intendente de Ypejhú, Vilmar “Neneco” Acosta Márques, y al hermano de éste, Wilson. Ambos odiaban profundamente al periodista por las publicaciones que había realizado y que tantos problemas les habían representado.
A su lado viajaba la joven Antonia Almada. Mientras regresaban, tomó también algunas fotos más y siguió por el camino en muy malas condiciones que lo llevaría primero hasta el casco urbano de Villa Ygatimí, a unos 20 kilómetros, y de allí tenía otros 44 kilómetros para llegar hasta Curuguaty, junto a su familia.
Sin embargo, mientras volvía, vio a dos hombres vestidos con ropa camuflada salir de entre los matorrales en una zona inhóspita. Normalmente, no pararía nunca la marcha ante desconocidos en un lugar así, pero creyó que se trataban de militares con los que venía trabajando en las últimas semanas.
- “¿Nde pio Pablo Medina?”, le dijo uno de ellos, que resultó ser Wilson Acosta Márques. Con él estaba Arnaldo Javier Cabrera, leal pistolero del clan del narcotráfico liderado por el entonces intendente de Ypejhú, Vilmar.
- “Sí”, le contestó.
Acosta Márques encañonó a Pablo con una escopeta calibre 12.
- “Anína che jukáti” (Por favor, no me mates), llegó a implorar el periodista.
Sus súplicas no fueron escuchadas. El estruendo del arma rompió el silencio habitual en el lugar. Para asegurarse de que habían cumplido su cometido, efectuaron varios tiros con pistolas 9mm. Pablo murió enseguida. Las balas alcanzaron a Antonia, que luego de convalecer algunos minutos, también terminó muriendo.
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- “¿Le mataron a Pablo?”, preguntó enseguida Olga. Su voz estaba a punto de quebrarse.
- “No sé bien, pero ahora me estoy yendo a la comisaría”, le contestó Chaparro.
Los mensajes no tardaron en llegar a su celular y un instante después, un suboficial que era amigo de la familia le confirmaba la triste noticia.
Todavía no se explica cómo hizo. Agarró las cosas que tenía sobre su escritorio y fue caminando a su casa, entre lágrimas. Cuando llegó, ya estaban sus hijos y sus hermanos. La pena se apoderó de la familia.
No pudo ir hasta el lugar del crimen, porque recordó que Pablo le había prohibido en varias oportunidades que fuera si es que alguna vez le pasaba algo. A él no le gustaba siquiera comentar sobre las amenazas que recibía, salvo la que recibió exactamente un año antes de que lo mataran y que lo obligó a dejar su casa, junto con toda su familia, y vivir dos meses en Asunción.
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Alberto bajó enseguida de su automóvil. Albergaba todavía una mínima esperanza de que no fuera Pablo, de que todas sus fuentes se hubieran equivocado y de que su amigo se encontraba quizás herido, pero todavía con vida.
Enseguida, su vista le terminaría demostrando que en realidad había ocurrido lo que pasaba. Sentado frente al volante de la camioneta Mitsubishi L200 blanca, con el limpiaparabrisas todavía funcionando, estaba el cuerpo sin vida y bañado en sangre de Pablo Medina. A su lado, la joven Antonia Almada yacía también sin vida.
La rabia se apoderó de Alberto, seguida por el desconcierto y la tristeza de lo que estaba viendo.
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Los sicarios habían huido del lugar a bordo de dos motocicletas. Dieron aviso enseguida a “Neneco” de que el encargo había sido cumplido y se dirigieron raudamente hasta Ypejhú y desde allí partieron hacia Brasil.
Finalmente, las amenazas que había hecho Neneco desde 2010 se terminaron por concretar. Pablo Medina, el periodista que tantos problemas le había creado desde que decidió entrar al campo político, ya había muerto.