Justicia de transición en Colombia

Atrapado entre los dilemas “castigo-impunidad” y “guerra-paz”, el modelo de justicia transicional en Colombia se ha convertido en un escenario funcional a los problemas que se propuso superar.

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El modelo de justicia transicional en Colombia se ha constituido, primero, sobre la base de un entramado normativo desarrollado básicamente a partir de la llamada Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005 –“LJP”– y decretos reglamentarios).

A dicha Ley se ha sumado el Marco Jurídico para la Paz (Acto Legislativo 01 de 2012 –“MJP”-–), con el que se elevó a rango constitucional el propósito de “facilitar la terminación del conflicto armado” y el “logro de una paz estable y duradera”.

Segundo, como correlato del primer entramado, un aparato administrativo-judicial orientado a facilitar el cese de hostilidades por parte de Grupos Armados Organizados al Margen de la Ley (“GAOML”) y la reincorporación a la vida civil de los integrantes de dichos grupos.

Más allá de todos los cuestionamientos sobre la capacidad de dicho modelo de justicia transicional para determinar el logro de los objetivos planteados (véase nuestras críticas al MJP), es una verdad de Perogrullo que este esquema, encasillado en meras variantes legalistas (jurídico-penales), es inconducente para la superación de históricas vicisitudes democráticas en Colombia.

Dicho encasillamiento toma cuerpo y se visibiliza mejor en la construcción de cierto optimismo en el uso de la pena y del derecho penal como parámetros de transición y, en reciprocidad con ello, en la fabricación de toda una tramoya argumentativa para explicar múltiples problemáticas desde la simple disyuntiva “guerra-paz”, razones básicas para la justificación del modelo. Sin embargo, a partir de tal reduccionismo podrían encontrarse muchas explicaciones para entender que se trata de un modelo conservador y, además, funcional a los problemas que se propuso superar.

Primero, tiene sentido recordar que la evolución del modelo de justicia transicional encuentra en el dilema castigo-impunidad el argumento esencial de su legitimación, es decir, en el reconocimiento del carácter limitado del derecho penal ordinario en torno a dinámicas masivas de comisión de crímenes surgen las justificaciones de la justicia transicional (véase nuestra opinión sobre el dilema de la justificación).

Sin embargo, confinado a dicho dilema, se ha terminado respaldando un continuum ideológico sobre la legitimidad y eficacia de la pena y el poder punitivo, sin posibilidad de superar el seguidismo acrítico de las exigencias internacionales en materia de castigo. Adicional a ello, paradójicamente, así como el derecho penal de otrora, su uso frente al fenómeno macrocriminal continúa siendo ampliamente instrumentalizado, selectivo y desigual. El optimismo punitivo que ahora se reproduce con la justicia transicional, a su vez, deja constancia de la incapacidad para cumplir otras promesas que lo motivaron (verdad, justicia y reparación). Su carácter originalmente excepcional para el trámite de las atrocidades de la violencia en Colombia se ha desdibujado. Al contrario, se escucha cada vez con más fuerza la propuesta de expansión del modelo a otros delitos o fenómenos punitivos. Como correlato de dicha configuración, la justicia transicional ha encontrado en el proceso penal un instrumento casi exclusivo para la gestión de sus aspiraciones. Se reproduce cierta “ilusión panjudicialista” con la que se cree que el proceso penal está en capacidad de tramitar todos los dilemas de la violencia y que el juez es el llamado a dirimir los mismos, extrayéndole toda maniobrabilidad y posibilidad adaptativa a estas condiciones de resolución del conflicto.

Detrás del dilema “castigo-impunidad”, además, debe decirse que se esconde una falsa relación entre absolución o falta de castigo y sensación de abandono de las víctimas. La privación de la libertad no puede ser un criterio para determinar las sensaciones ciudadanas. El juicio de reprochabilidad frente a un delito se realiza esencialmente con la sentencia penal. La privación de libertad solo es un medio superable, para plasmar el contenido simbólico-expresivo de la reacción a comportamientos criminales. La pena y sus fines no incorporan los intereses de las víctimas. Las teorías relativas de la pena (prevención general y especial) buscan incidir en futuros escenarios punibles con fundamento en el efecto que se le atribuye a la pena para la sociedad y el autor, independientemente de la víctima concreta.

Por otro lado, sometidos al dilema “guerra-paz”, se ha consolidado una especie de doctrina transicional frente a la que cualquier referencia discursiva externa termina siendo subsumida por dicha disyuntiva. Tal dilema ha generado un magnetismo conceptual capaz de aglutinar una infinidad de campos de la realidad que originalmente no muestran ninguna relación con dichos conceptos. En otras palabras, la lógica (bélico-punitiva) que arrastra dicha dualidad se ha irradiado a otras problemáticas (orden, seguridad, empleo, salud, etc.), incluso, determinando la dimensión política de los mismos. Se trata de un ejercicio de reducción de la realidad que intenta consolidar mayorías entorno a los contenidos de la disyuntiva y defenderlo frente a los que no comparten esa identidad. Ello es así, quizás, porque una apertura a otras alusiones discursivas excluiría la homogeneización conceptual buscada y la posibilidad de decisión en y sobre el “estado de cosas excepcional” (frente al cual se instauró un modelo de transición). Ello ya es constancia del pathos antiliberal –que excluye otras posibilidades de ser– y de las trampas que arrastra semejante tramoya.

A propósito del fetichismo jurídico que reproduce el modelo, debe decirse que de la normativización de los presupuestos para la reincorporación a la vida civil de combatientes (Leyes de paz, Acuerdos de paz, Marcos de paz) no se puede desprender la terminación del conflicto y la consolidación de la paz. Como ya lo hemos dicho, en el mismo Derecho Internacional Humanitario se entiende que un acuerdo de paz no es criterio determinante para definir la terminación de un conflicto (véase nuestra opinión sobre terminación del conflicto pp. 169-171). Se trata necesariamente de confirmar una disminución real del umbral de violencia en un conflicto armado, para definir dicha terminación. Esta otra variante del reduccionismo que aqueja el modelo no puede ser aceptable en un escenario de transición. No se puede defender la idea de que un acuerdo con GAOML puede conducir a una paz sostenible sin resolver la ausencia de acuerdos democráticos fundamentales sobre la realizabilidad de los derechos básicos.

Atrapada en medio de semejantes dilemas, la justicia transicional en Colombia se ha convertido, paradójicamente, en un escenario funcional a la violencia que intenta superar. En el juego de luces y sombras que se reproduce con la orientación del modelo de transición colombiano, parece que solo se acrisola una disputa entre la realización de intereses privados y la superación de frustraciones públicas, asunto que sigue explicando las causas de la violencia en Colombia y estrategia, por lo demás, rentable cuando de mantener estatus de poder y posiciones privilegiadas se trata. Para que este modelo de justicia no quede condenado a ser otro fetichismo jurídico más, reiteramos, se debe insistir en la urgente necesidad de definición concreta de mecanismos materialmente orientados a la paz, para que no se siga alimentando la falacia normativista que envía el mensaje tan equívoco y tan discutible de que para la paz basta con una reforma constitucional o mecanismos formales y jurídicos para el tratamiento de los actores del conflicto.

* Abogado de la Universidad de Antioquia (Colombia), LL.M y Doctorando de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania).

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