Y si el libro arroja sombra

Desde São Paulo, Brasil: DAMIÁN CABRERA (Asunción, 1984). Novelista, ensayista, narrador que actualmente vive en Brasil, donde cursa estudios de posgrado en la Universidad de São Paulo, ha publicado, entre otras obras, Xirú, Premio de Novela «Roque Gaona» 2012, y figura en antologías como Los chongos de Roa Bastos: Nueva Narrativa Paraguaya (Santiago Arcos, Buenos Aires, 2011), la primera antología argentina de narrativa paraguaya contemporánea.

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Muchos calificativos aplicados a Yo El Supremo, de Augusto Roa Bastos, no superan el parafraseo que el propio título de la novela impone y las imágenes que, en torno a esta, autor y editores han edificado. Cómo dudar, entonces, y qué más decir bajo la sombra del naranjo.

Un movimiento de procedencia bastante múltiple, una carga pesadísima y densa cuya potencia se concentró en la novela de Roa Bastos para instituir en la escena literaria de Paraguay una peculiar hegemonía; sería quizás, si no el único, el más paradigmático ejercicio instaurador de aura de la tardía modernidad paraguaya; una de las primeras supremacías autorales, y también –para algunos– la única y definitiva.

Roa Bastos es un escritor que es muchos, y que ya era autor antes de Yo El Supremo (en el sentido foucaultiano de autoridad que tiene qué decir y que tiene la capacidad de decir y delimitar su obra), pero con esta novela, más que con Hijo de Hombre, los procedimientos autorizantes del escritor y auratizantes de su obra maestra parecen una cita de la propia metáfora ficcional, un seguir el derrotero indicado; y es que –nunca sabremos si así lo dispuso adrede Roa– la novela anticipa todo discurso sobre sí misma, comenzando por el título.

YO EL SUPREMO

Conozco el procedimiento metonímico por medio del cual el título de una obra se asigna a su autor rebautizándolo: llegado a este punto, se producen sobre el sujeto que escribe una transmutación y un cierre identitario: la obra completa al autor, y también lo consume; cómo no pensar en esta reasignación identitaria de Roa, en su renombre: ya hacía bastante tiempo que Roa Bastos había recibido el elogioso apodo de “El Supremo”, con el cual lo han evocado desde periodistas hasta críticos, y otros colegas. Pero la escena es de celos y recelos: ese nombre que parece calzarle tan bien al perfil de Gaspar Rodríguez de Francia (dos veces personaje: retratado pero antes bien refractado en la novela de Roa Bastos), al autor le sienta de un modo distinto: frente a la figura pública que era Roa –sus palabras pausadas y su voz cansina, una humildad exacerbada ante los ojos y oídos de sus lectores– el calificativo experimenta un desvío. Pero cómo no hablar de su escritura.

Yo El Supremo es una novela polifónica, pero en la que se produce una hegemonía de la primera persona: allí está la voz prescriptiva y apelativa del dictador en la nota “de puño y letra”, pero también el monólogo interior y sus soliloquios. El Supremo tiene una voz y un tono grandilocuentes que se corresponden con su propia grandilocuencia, que por veces apenas aparecen como impostaciones dramáticas, que desvían la atmósfera obscura en la que transcurre el relato para que la aparición del humor produzca perforaciones. Pero es sobre todo esa obscuridad en la que está embebido el texto la que arroja un halo persistente de sombra, la que deja una huella y una permanencia.

Quizás mi experiencia como lector también esté signada, más allá de la textura del relato, por otras apariencias. (La tapa de la primera edición de Yo El Supremo que leí estaba ilustrada con una xilopintura de Carlos Colombino, de la serie Paraguay, de 1990: las vetas de la madera, que en todo se me antojaban vetas de una roca marrón, de un ladrillo jesuítico rojizo, dibujaban la silueta de un rostro que a su vez estaba atravesado por costuras, suturas desordenadas y expiatorias: un rostro que se me antojaba hombre pero que también se me antojaba montaña, un monumento con laderas). Se suma la complejidad que una lectura como la de Yo El Supremo supone para un niño con escasa formación lectora: la imposibilidad, el título, la ilustración, el discurso sobre, el recorte metonímico: todo esto terminó configurando en el imaginario de muchos la idea de una obra monumental. Y los monumentos arrojan sombra.

BAJO LA SOMBRA DEL MANGO

“Bajo la sombra del mango nada crece”, habrán observado algunos, y no pocos, para referirse a Roa, y también a su obra. Me arriesgo, sin embargo, a objetar la objeción. Opino que los escritores, los artistas, como mortales que son, mueren de muerte natural, igual que cualquiera. La inmortalidad también es temporal, y tal cosa como crecer a la sombra es muy distinta a crecer a pesar de la sombra. Para que la posibilidad sea tal, hay que tratar de hacer, y hacer puede ser más difícil que destruir; aunque se pueda convenir en que destruir también es una difícil forma de hacer.

En la inmediatez de la contemporaneidad seguramente habría sido muy difícil hacer, y hacer visible, ante la omnipresencia umbría de un nombre, pero hay una literatura contemporánea que ha sabido hacerse y decirse en los bordes difusos de esa sombra, construyendo sus propios derroteros. Pero ya no es tiempo de autonomías y hegemonías, de superhombres y de sombras: es la hora de los negros.

damiancabrera@usp.br

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