Una noche, en un bar de Méjico…

El hombre del sombrero tiembla de risa entre sus propias lágrimas pegajosas, abrazado por la protección de las sombras que detienen el tiempo. Ha probado el horror del placer loco. Ha probado el horror del placer sin fronteras, del placer sin medida, del placer sin después. Ha probado el horror de la eternidad. Se ha apoderado de los lujos reservados al asesino. Ahora tendrá que vivir dando un rodeo para burlar a la muerte. Como cuando, de niño, aunque supiera que tendría que entrar antes o después a clase, se demoraba solo un poco más con algún pretexto o con varios, como si jugara a perderse o a olvidar el camino que lo llevaba a la escuela.

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Cree que tiene tan solo un ligero hilo de vida que se romperá y lo dejará inerte y vacío en cuanto logre limpiarse al fin todas esas ínfimas, condenadas, pringosas gotas de sangre que le salpicaron las manos cuando estalló el cráneo de su compañera de juegos y de juergas, pero cuando haya vivido otras mil veces descubrirá que hay manchas que no se limpian.

Sus manos seguirán manchadas y sangrantes, y sus ojos también. Y en su mente seguirán sonando unos versitos tontos, bailables, triviales, con el ritmo y la melodía baratos de la canción que sonaba como fondo la noche de la muerte en aquel bar mejicano.

Con una sonrisa yerta, divertida, sin sentido, deambula por las calles ruidosas, desoladoras del extinto, embrutecido, fallido planeta Tierra mientras tararea o masculla o mastica esa gastada cancioncita suya, alegre, vulgar, triste, banal. Sí, parece que se ha vuelto un viejo disco rayado ambulante, que ya no es más que un maldito disco rayado que no se apaga con nada:

Una noche, en un bar de Méjico,

para jugar a «Guillermo Tell»,

algo puso sobre su cabeza

la encantadora Joan Vollmer,

y William Burroughs, con presteza,

le disparó y no la volvió a ver

¡Pum! Y no la volvió a ver

¡Pum! Y no la volvió a ver…

Un solo minuto es más precioso que toda la eternidad cuando sabes que estás condenado; sí, es mucho más precioso que toda la eternidad. Un segundo robado a la muerte es el cielo, y casi siempre es también el infierno, pero el infierno no importa, porque nada importa cuando una inhalación más de aire vale por el universo y un latido más de la sangre puede ser el infinito.

Y estallará en sus ojos la ginebra

Oso Negro al amanecer

Oso Negro al amanecer

¡Pum! Oso Negro al amanecer

¡Pum! Oso Negro al amanecer…

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