Resident Evil 7: el horror del Deep South

Saga dedicada a la decadencia de la carne y la mente desde sus inicios, nada tiene de raro que sea afín a una tradición literaria obsesionada con la degradación física y moral de individuos y comunidades.

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Desarrollada en el universo de los videojuegos, y también del manga, el anime y el cine, la saga de terror Resident Evil es parte desde hace veinte años de la cultura actual. La séptima y esperada entrega del juego, lanzada en enero, fue noticia internacional cuando el grupo de hackers Conspir4cy logró saltar el bloqueo en cinco días y creó su primera versión pirata en tiempo récord.

Hace casi veintiún años (las dos décadas se cumplieron en marzo del 2016), al lanzar Resident Evil (Biohazard, originalmente) en 1996, Capcom acuñó el término «survival horror» para un género con frutos tan tempranos como Haunted House (1982) o Alone in the dark (1992). Dentro de ese género detonado a golpes de adrenalina, suspenso e instinto, Resident Evil 7 lleva el miedo a la séptima potencia con un sádico realismo gráfico y los escalofríos garantizados de una perfeccionada experiencia de inmersión que en cada paso une el alivio por haber superado el último peligro con la angustia por el que viene en tres, dos, uno... Y esa es una de las grandes virtudes de todo juego de terror.

En Resident Evil 7 varios detalles remiten a la saga en su conjunto –el libro The Unveiled Abyss, de Clive O’Brian (director de Bioterrorism Security Assessment Alliance, O’Brian aparece principalmente en Resident Evil: Revelations) en la sala de los Baker, el diario con un artículo de Alyssa Ashcroft para Racoon Press (Alyssa sale en Resident Evil Outbreak) y otros que omitiremos para evitar spoilers–. Pero Resident Evil 7 da un afortunado giro en una dirección nueva cuando Ethan Winters, en busca de su esposa, Mia, se interna en una lúgubre propiedad rural perdida en Louisiana, en el pantanoso y atrasado sur.

Nuestros favoritos: los Baker, lado oscuro de la «basura blanca» –padre redneck de fuerza sobrehumana, madre malvada que arroja insectos, abuela inerte y muda en silla de ruedas, hijo yonqui, claramente psycho–. Los Baker, en cuya decrépita casa en ruinas –símbolo de sus desvencijadas mentes rotas, sucias y en tinieblas– transcurre la mayor parte del juego.

Los Baker, crueles pero marginales, fascinantes pero horribles, verdugos pero víctimas, tan reales en esas contradicciones como lo serían en la vida misma. Los Baker, grupo hogareño e infernal, realista y onírico, verdadero enclave de lo unheimliche en su mundo endogámico de colores apagados y habitadas sombras, de odios que se ríen y juguetes que se mueven, decayendo sin remedio entre las paredes tramposas de su caserón poblado por sórdidas miserias y claves mágicas que forjan un relato turbulento y profundo.

"En el comedor, sobre el rostro ausente de la abuela comatosa, cuelga el claroscuro barroco del San Pablo del Españoleto..."
"En el comedor, sobre el rostro ausente de la abuela comatosa, cuelga el claroscuro barroco del San Pablo del Españoleto..."

Al entrar en la propiedad supuestamente abandonada, diversos signos hacen del lugar un mensaje cifrado que habla de vidas incoherentes. En la casa, la suciedad que delata un perverso proceso de bestialización convive con la inocencia banal de las muñecas de burdo cabello de plástico rígido; las manos de un buen ebanista se adivinan en el acabado de una bella mesita (¿estilo Reina Ana?) cerca de un montón de sanguinolentas bolsas rodeadas de moscas, gusanos y cucarachas.

La belleza estropeada de varios detalles –el secretaire de inicios del siglo XX, los altos zócalos de torneada madera, el piano vertical, los libros en la repisa de la chimenea, el alto carrillón– habla de una caída, en su contraste con el actual abandono –herrumbre, putrefacción, insectos, un microondas del pleistoceno, inmundicia no de días sino de años sin rumbo, conservas caducadas antes de que Trump naciera, una tele que no sintoniza nada, sumida en su frenética emisión autista–.

Pero, pese a esos vestigios de un pasado más digno, en las viejas fotos familiares se presiente ya la locura por venir. Recorrer esta casa y sus dependencias es palpar la psicosis. La pérdida de sentido deja sus huellas torcidas en los rótulos tachados de las cajas, en los estantes y envases vacíos, en los espejos rotos, en los mil indicios de cotidiana disfuncionalidad sin reparar. Conocer a los Baker es internarte en el vórtice de un enigmático y siniestro proceso de autodestrucción.

«Bienvenido a la familia», gruñe Jack, el demente patriarca, cuando te secuestra en su casa de horrores. Pocos conceptos tan ambiguos como el de «familia». Aunque nos una a ellos la sangre, a veces hay miembros de la nuestra que no son lo que parecen, que quizá ni siquiera son buenas personas. Barrios, pueblos, pequeñas ciudades suelen funcionar como redes de familias cuyos miembros están unidos porque siguen la misma dirección –desviarte de la cual te convierte en un extraño–, aunque sea la dirección asesina de los Baker, que pese a todo son una verdadera familia que se reúne en torno a la mesa en esos banquetes cuyo rechazo siempre es peligroso, porque sugiere que no eres uno de ellos.

"El motivo iconográfico del ermitaño se repite en otra reproducción, también de una obra del tenebrista José de Ribera..."
"El motivo iconográfico del ermitaño se repite en otra reproducción, también de una obra del tenebrista José de Ribera..."

A los Baker un arma biológica les ha lavado el cerebro y asisten impotentes a su propia decadencia y pérdida de control. Lo lamentable, lo triste y digno de piedad en ellos compite con el asco y el miedo que despiertan del modo más fatídico y ominoso.

A los Baker, en ese escenario del sur pobre, analfabeto y blanco, alcohólico, racista, devoto y endogámico, la literatura los ha anunciado con inolvidables ancestros. Están en La Balada del Café Triste, enanos y viragos, mirones, borrachos, delincuentes de poca monta, vecinos por igual del crimen y del milagro, miserables criaturas de McCullers que oscuramente sin embargo a veces fascinan con una inexplicable, peligrosa ternura.

Desesperaciones idiotas, embrutecidas culpas y desvaríos balbuceantes o mudos, tragedias grotescas o irrisorias son el horizonte material y mentalmente sucio y perturbado de Faulkner, de Capote, de Harper Lee, de sus historias de extravíos individuales y sociales en el reino degradado y psicótico de los seres marginales.

Resident Evil 7 recoge ese horror arcaico del Deep South. Saga dedicada a la decadencia de la carne y la mente desde sus inicios, nada tiene de raro que sea afín a una tradición literaria obsesionada con la degradación física y moral de individuos y de comunidades. Su horror es vívido no solo por los excelentes gráficos sino también por las sordas maldiciones que caen sobre sus personajes condenados en un clima doméstico recorrido, bajo los lazos de la sangre, por el río torrencial de una violencia subterránea siempre a punto de estallar con el gran poder de la locura.

En el comedor, sobre el rostro ausente de la abuela comatosa, cuelga el claroscuro barroco del San Pablo del «Españoleto». El motivo iconográfico del ermitaño se repite en otra reproducción, también de una obra del tenebrista José de Ribera, en el pasillo que lleva al salón principal; en este caso, es el San Jerónimo en su estudio. La anacoresis, en tanto alejamiento de lo humano, tiene un lado sombrío desde el cual las tentaciones llegan en forma de demonios o de animales. Todo este laberinto atravesado por los estigmas de la insania, la corrupción de la carne, lo caída en lo monstruoso podría no ser sino apocalíptica visión emanada de un absorto anacoreta encerrado por el arte en el sombrío monólogo del lienzo, o lunática pesadilla de la anciana extraviada para siempre en su limbo paralítico, ciego puente enajenado entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Resident Evil 7

Desarrollador: Capcom

Distribuidora: Capcom

Lanzamiento: 24 de enero de 2017

Plataforma: PC, Play Station 4, Xbox One

montserrat.alvarez@abc.com.py

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