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«Suenan las trumpetas del Apocalipsis» (Daniel Sáenz More).
Como fenómeno antropológico, la política habla de la organización de las comunidades humanas, del modo en que los hombres de una época viven, de lo que desean, lo que temen, lo que creen. La victoria electoral del candidato republicano a la presidencia estadounidense Donald Trump manifiesta el hastío del intercambio político en la elección de una figura despótica –pues el despotismo es lo contrario de la política– y la paradoja de una democracia que elige la tiranía. Su discurso ofensivo y grosero parece haber dividido a la sociedad estadounidense en civilizados y bárbaros, en sectores tolerantes y humanitarios y sectores discriminatorios y llenos de odio. Pero esto soslaya que en las últimas décadas la economía estadounidense ha favorecido el traslado de la producción industrial al Tercer Mundo en beneficio de los empresarios y en perjuicio de los trabajadores y que la inmigración ilegal ha agravado ese problema que no afecta laboralmente a las clases medias. Desalojadas del sueño americano, las clases trabajadoras pierden la carrera de la globalización mientras la izquierda las olvida para ocuparse de otras agendas. Deben su empobrecimiento a hombres como Trump, cuyo genio ha sido lograr que voten por él: suprema ironía. Analizar el fresco de la sociedad estadounidense puede decir mucho, con las diferencias propias de cada caso concreto, de lo que sucede hoy en todas partes.
LOS PERDEDORES DE LA GLOBALIZACIÓN
En una reciente entrevista, el economista Marvin Zonis decía sobre el auge de Trump: «Hay un segmento de la sociedad norteamericana –en su mayoría, hombres blancos con bajo nivel de educación– que sienten que el país les falló. Y que lo que ellos entendían de este país ya no existe como reflejo del fracaso del modelo capitalista tradicional» (El Mostrador, 14 de octubre del 2016).
Aunque el triunfo electoral de Trump ante todo inquieta porque su discurso destila odio y apela a la insolidaridad, la xenofobia, el racismo y el autoritarismo, no debería sernos tan difícil comprender por qué alguien votaría por Trump. Si bien no todos los votantes de Trump son parte del segmento del que habla Zonis, es importante recordar que el empobrecimiento de la clase trabajadora estadounidense fue en gran parte un efecto del traslado de la producción industrial del país a talleres en el Ttercer Mundo, y también de la inmigración masiva, factores ambos de reducción de los salarios de los trabajadores locales, y del número de empleos, al tiempo que de aumento de los aspirantes a ellos. La inmigración ilegal supone la disponibilidad de una cuantiosa fuerza laboral que permite a los empleadores bajar las pagas, degradar las condiciones de trabajo e imponer sus intereses sobre los de los trabajadores. Sabemos, supongo, que ni eso ni nada justifican cosas tan viles como el racismo y la xenofobia, y es enteramente estimable el esfuerzo de muchos sectores, de centro o de izquierda, a favor de valores como la tolerancia, la inclusión y el respeto a la diversidad. Pero los trabajadores tienen problemas urgentes; más urgentes para ellos que la necesidad de hablar de diversidad, inclusión, etcétera –dicho sea con todo respeto hacia esas justas causas, valga la aclaración–. Al hablar de los inmigrantes como lo hizo, al decir a sus simpatizantes que les robaban sus puestos de trabajo, tal como las fábricas en el Tercer Mundo se los llevaban del país y afectaban sus salarios, y al prometer impuestos a la importación y muros en las fronteras, Trump tocó el corazón enojado de la «basura blanca», el callejón sin salida en el que se ahoga día a día frente a la tele.
Trump apeló a la rabia acumulada de los grandes perdedores del American Dream y, en el buen sentido teatral del término, los representó. Y con eso llenó un vacío. Aquí hay algunas cosas qué apuntar antes de seguir. Lo haré del modo más ordenado que pueda.
¡OTRO INSULTO! MIL VOTOS MÁS
La discriminación no afecta fundamentalmente al color de la piel, el sexo, la orientación sexual, la etnia, el credo religioso, etcétera; la forma en la cual las mujeres, los homosexuales, los inmigrantes y en general los miembros de cualquier colectivo semejante son considerados y tratados depende de factores, y me disculparán si lo subrayo, mucho más importantes que esos.
Y la discriminación no es una actitud privativa de la derecha, aunque las denuncias de actos, tratamientos, políticas y discursos discriminatorios procedan por lo general de la izquierda, o, mejor dicho, de lo que hoy con frecuencia se toma por izquierda (aunque no siempre lo sea; si bien este tema requiere otro artículo, volveré brevemente sobre el punto dentro de unos pocos párrafos para aclararlo provisionalmente aquí).
Para entendernos, las personas de la clase trabajadora no solo tienen problemas vitales que son básicamente laborales y económicos, sino que las peores formas de discriminación que conocen no son las que tantas reivindicaciones de diversos colectivos actualmente captan la atención de la opinión pública, la prensa y buena parte de los movimientos y partidos políticos llamados de izquierda.
Las personas de la clase trabajadora no son sordas ni ciegas, y saben que muchos de los intelectuales de clase media que votan por partidos de izquierda los consideran, aunque no lo digan (sería incorrecto), estúpidos e ignorantes.
Sobre esto, anoto que creo que lograr que lo atacaran con las mismas burlas que a ellos los estigmatizan ayudó a Donald Trump a ganarse a vastos sectores de los trabajadores estadounidenses. Caricatura de un patán misógino, nacionalista y semianalfabeto, nunca pareció hacerle mella el desprecio recibido por actuar y opinar como tal. Es más, se mostró ufano de ser lo que era, un nuevo rico sin educación. A cada insulto recibido por sus sandeces, lo imagino frotándose las manos: «¡Otro insulto! Mil votantes más». Trump llevó al debate político, hasta su irrupción tan maquillado, la voz de un albañil borracho que escupe su impotencia y su frustración en forma de chistes racistas en un copetín de barrio y se propasa con la mesera.
Desagradable, claro. Tanto, que no solo irritó a sus opositores, sino a los miembros de su propio partido. ¿Por qué ganó?
LA LEGITIMACIÓN DE LA DESIGUALDAD
¿A quiénes perjudican la inmigración ilegal o las fábricas en el Tercer Mundo? No a los empresarios, ni a la clase media, sea de izquierda o de derecha. Si las fábricas estuvieran en Estados Unidos, el precio de los smartphones y demás juguetitos cool que compra la segunda subiría, y los primeros tendrían que pagar más a sus empleados por fabricarlos. Si los izquierdistas de clase media repudian la explotación laboral que no solo permite a los ricos producirlos a menos costo sino que también (aunque no suelan pensar en ellos) deja sin su trabajo en la fábrica, cerrada por traslado al Tercer Mundo, a los pobres, mientras, no obstante, los compran y continúan con su vida de superioridad moral y yoga en el inmaculado shopping zen-ter de sus vidas políticamente correctas, ¿con qué derecho se burlan de Trump?
Trump, claro está, no es un trabajador, sino un empresario que se ha hecho rico a costa de los trabajadores. Su inteligencia –que es mucha, porque no ser intelectual no es lo mismo que no ser inteligente– es evidente en la forma en que supo encarnar, en el momento preciso, el resentimiento de muchos. Aunque a nadie beneficie su triunfo, y aunque amenace, por el contrario, injustamente a tantos, es un triunfo que me permite, o que permite, al fin hablar de ese resentimiento, que nunca mereció, y no merece, la indiferencia. En ese sentido, y solo en ese sentido, cabe decir –como podría decirse de un tropiezo previsible o de un castigo– que su victoria es justa.
La discriminación racista y sexista está (por fortuna) desprestigiada. Los chistes sobre la orientación sexual de un amigo o conocido no son bien recibidos en muchos ambientes (lo cual es estupendo). Pero nada de esto impide a muchas de las mismas personas que censuran esas actitudes despreciar en cambio, a veces abiertamente, por ejemplo, el mal gusto musical de las clases populares. Con frecuencia son personas que se consideran a sí mismas, y son consideradas por los demás, progresistas o incluso de izquierda. O de lo que hoy se denomina izquierda. Sin embargo, ese desprecio es una legitimación, por lo general inconsciente, de la desigualdad social.
Y cuando recibes ese desprecio y además te quedas sin techo porque no tienes trabajo para pagar el alquiler, mientras tantos sectores de lo que hoy se llama izquierda hablan de (aclaro que digo esto con el mayor respeto por tales causas; pienso que no debería tener que aclararlo –por ejemplo, para mencionar lo más obvio, resulta que soy mujer, y, como tal, enfrento todos los días los piropos callejeros, las miradas molestas, los prejuicios, etcétera; solo que, con franqueza, me parecen mucho más importantes y dignos de atención otros problemas–, pero estas aclaraciones se han vuelto precisas) feminismo, matrimonio gay, diversidad, etcétera, entonces la izquierda ya no te refleja. En rigor, ya no es izquierda. Ya no representa a los trabajadores. Representa a las clases medias.
PÉRDIDAS Y TRAICIONES: EL VERDADERO MAL
Clinton, además de representar a una mujer socialmente exitosa y prestigiosa en busca de más espacios, etcétera, representaba la continuación de las políticas de globalización que permitieron a tantos empresarios cerrar esas fábricas en las que trabajaban muchos estadounidenses y llevarlas a países del Tercer Mundo para aumentar su producción y sus beneficios y pagar salarios de risa, políticas que empobrecieron a las clases trabajadoras. La salida hubiera tenido que venir de la izquierda; ante la ausencia de esa alternativa (que pudo, tal vez, haber representado Bernie Sanders), el único cambio posible pareció ser aquel muro fabuloso aderezado por Trump con la sal y la pimienta del racismo y la xenofobia, de la fobia a los archivillanos del terrorismo yihadista y a los malévolos inmigrantes «violadores» (sic). Aunque los culpables de la crisis, o del declive, que afecta a sectores sustanciales de sus votantes no tengan rostros de inmigrantes indocumentados y pobres, sino de empresarios como Trump, este habló a esos sectores de sus problemas reales, de su precariedad laboral, de su desolación ante un futuro incierto y un amargo presente en un sistema que los expulsa, de sus sueños perdidos, de sus esperanzas traicionadas.
Esas pérdidas y esas traiciones, y no Trump, son el verdadero mal. El triunfo del señor Trump es solo un efecto de ese estado de cosas, un estado de cosas cuya victoria hubiera sido la de Clinton. Los votantes de Donald Trump, por lo menos el segmento del que habla Zonis, son, qué duda cabe, «white trash», «basura blanca», pobres, ignorantes, sin estudios y de derechas. Pero el relato que hacía posibles sus expectativas, el que les daba al menos la ilusión de un sentido, el que sostenía todos sus proyectos vitales se disolvió. ¿Qué puede representar Hillary Clinton para ellos? Una súper abogada con trajes de corte discreto en telas de caída impecable que jamás lleva una blusa manchada de humedad bajo los brazos, una mujer cuya posición es socialmente más valorada que la de muchos hombres, una mujer que gracias a la discriminación por clase no sufre la discriminación por sexo –como Barack Obama es un afroamericano más presentable que cualquier «basura blanca» por motivos (superación de la discriminación racial gracias a la magia del estatus socioeconómico) análogos–.
INFOGRÁFICOS, MERCHANDISING Y EL ESPEJO DEFORMANTE: «EL MEDIO ES EL MENSAJE»
Sobre lo anterior, la victoria electoral de Donald Trump pone de manifiesto, entre otras cosas, que las peores inequidades no son las que tanta atención mediática y dedicación institucional reciben hoy (las de género, religión, orientación sexual, etcétera). Pone de manifiesto que estas soslayan o encubren la peor de todas, y que la homologación de esa inequidad, de esa injusticia, la más importante, la más profunda, la decisiva, con las reivindicaciones particulares (importantes y legítimas también, desde luego, aclaro) de diversos colectivos es la banalización de las grandes batallas que muchos parecen haber perdido de vista. En un tiempo en el que en Estados Unidos y en todas partes del mundo el discurso de la izquierda, o de gran parte de la llamada «izquierda», se gentrifica y se aleja cada vez más de las clases trabajadoras –en un tiempo en el cual hasta en este remoto rincón del planeta, Paraguay, algo tan terrible como la masacre de Curuguaty circula en coloridos infográficos por el facebook y la protesta genera merchandising y remeras (y esto en sectores que se consideran a sí mismos de izquierda, y que son tenidos por tales)–, Trump ha hablado a su público de las empresas que «les robaron» sus puestos de trabajo al llevarse sus centros de producción a otros lugares y de las llamadas que hará a sus presidentes para amenazarlos con subirles los aranceles si no los devuelven a su país: de algún modo –de un modo horrible–, ha sabido tomar en cuenta (aunque solo en su discurso, claro está) los problemas de la gente, pequeños tal vez, pero serios y dignos de ser tomados en serio, sin aires de virtud moral ni didactismos de vulgata progre. Cuando la supuesta izquierda profesa su solidaridad con los pobres a través de un mensaje de clase opuesto, sus luchas por cosas como los derechos de la mujer, el matrimonio homosexual y demás parecen una guerra contra la mentalidad presuntamente autoritaria, patriarcal, intolerante, atrasada, etcétera, de las clases bajas.
A esos segmentos de la clase trabajadora que son parte del electorado que votó por Trump les preocupa su precario lugar en un mundo en el cual uno de los precios a pagar por la globalización parece ser dejarlos cada vez más de lado. En todos los puntos de la Tierra los partidos de izquierda fueron creados para representar y defender a los trabajadores; ¿qué sucede si la izquierda deja de reflejarlos para reflejar a la clase media, a las élites culturales, a los profesionales con formación terciaria, a los hipsters veganos dedicados a profesiones «innovadoras y creativas» como diseñar packaging en papel reciclado o desarrollar aplicaciones para smartphones? No es que sea malo trabajar en eso (o, mejor dicho, no es ese el punto), pero ¿qué es entonces de los trabajadores por los cuales, desde los cuales y para los cuales se crearon esos partidos? ¿Quién los representa ahora?
El martes, en Estados Unidos, cómica y tristemente, como frente a un espejo deformante, parecieron haber aceptado reconocerse al fin en ese compendio de todos los estereotipos con los cuales, abierta o tácitamente, se los denigra (desde la derecha y desde la izquierda), el «redneck» Trump, que al menos no se avergüenza de hablarles en su mismo, feo y vulgar idioma.
montserrat.alvarez@abc.com.py