Palangana y democracia

Alfredo Stroessner se fue –no creo que haya caído– y su primer anillo se alzó con el poder cuando yo tenía 14 años, y poco o nada me interesaba la política; es más, cuenta mi madre que el viaje de Stroessner representó un verdadero perjuicio para la familia. Y es que al oír que la vetusta radio, herencia del abuelo, emitía la noticia del derrocamiento, recurrí a golpear la única palangana de la familia para celebrarlo, lo que reportó una palangana destrozada y un hijo rabiosamente contento –cuasi en trance– por la llegada de esa cosa llamada democracia. Paradojas de la vida. En casa, una palangana dio la bienvenida a un régimen que nunca antes habíamos discutido, dudado, entendido ni mucho menos, vivenciado.

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Reponer a mi madre su preciado utensilio me costó horas preparando fardos y fardos de tabaco en el depósito de mi padre y tuve que pedir disculpas a mis hermanos porque la ropa se había acumulado durante la ausencia del recipiente usado para lavarla. Y pensar que las palanganas actuales son más frágiles todavía… En fin, lo cierto es que Stroessner se fue. Quedaron unos señores que –y esto lo empezaban a repetir mis profesores de secundaria– cordialmente habían devuelto la democracia al Paraguay. ¿Cómo podemos esperar que nos devuelvan algo que ellos nunca tuvieron? ¿Es posible recibir algo que no sabemos qué es? Preguntas similares trasladé a uno de mis profesores, que no tardó en responder: “Las actitudes poco democráticas merecen ser desterradas”. Acto seguido, me invitó a abandonar la sala.

Por otro lado, la letanía del viejo profesor de literatura hería como un cuchillo ardiente nuestros oídos: “Hablen, muchachos, opinen, sean críticos, estamos en democracia”. Nos mirábamos unos a otros y no sabíamos cómo ser críticos. Hablábamos despacito, murmurábamos, temerosos, algunas ideas, pero nuestras miradas no levantaban vuelo. Muchos alumnos hacen hoy lo mismo, por miedo, por supuesto.

El tiempo pasó. En la facultad leíamos algunos libros donde más o menos se retrataba esa cosa tan compleja llamada democracia. En los debates que de vez en cuando sosteníamos en clase, salía lo mejor de nosotros como dictadores y lo peor como demócratas, profesor incluido. Nadie quería ser menos, todos fingíamos saber mucho y las discusiones giraban en torno a descalificaciones; cero teorías. Pero nos apresurábamos a subrayar que era muy sano debatir en pos de la construcción de una verdadera democracia.

En una ocasión, mientras batallábamos un texto de Bobbio sobre la democracia, varios aviones y una fila larga de tanques desfilaron muy cerca de la Facultad de Itapytãpunta. “La democracia está en peligro”, clamaban unos. “Se está afianzando la democracia”, decían los progolpistas. “Es una transición difícil”, argumentaban los más sensatos. Yo me levanté y pedí permiso para retirarme. Un compañero gritó, en tono acusatorio: “Un oviedista que se retira a apoyar a su líder”. Contesté levemente que los colectivos en esas circunstancias suelen escasear; les recordé que San Lorenzo quedaba un poco más allá del Palacio de los López. Como era de esperarse, esa noche llegué caminando a casa.

En fin. Se hacía evidente una y otra vez la fragilidad del “proceso” democrático. Un día, mientras daba una clase, ya docente de Ética y Ciudadanía, asesinaron al Vicepresidente de la República. Y tras haber desarrollado con tanto esmero con mis alumnos las ideas de ciudadanía, respeto mutuo, tolerancia y pluralidad como valores fundamentales de la vida democrática, terminé animándolos a redactar un comunicado que recordara en letras enormes “qué es democracia” para pegarlo en el pasillo del colegio, pero antes de fijarlo el responsable de la institución me recriminó duramente: “No se puede colgar nada sin que yo lo controle. Nada se puede exponer sin que yo lo autorice”.

Los días pasaron. No había un momento en que no se pronunciara lo que la realidad negaba: justicia, igualdad, transparencia, descentralización, honestidad, tolerancia. Nuestras bocas enunciaban automáticamente un sinnúmero de clichés al estilo de “Paz y progreso”. Al repetirlos sin una garantía real de praxis operativa, los conceptos se autodestruían. Mientras, la corrupción campeaba a sus anchas y los gobernantes terminaban como esos jefes que, por faltos de legitimación, son convertidos por los aché en “muertos vivientes”.

El electorado se desencantaba de cada administración, local o nacional. Gente buena perdió sus ahorros y sus ilusiones. Se esfumaron bancos, y, con ellos, capitales de gente trabajadora. La democracia se tornó un régimen para que los responsables pudieran ser irresponsables y para que las autoridades actuaran como delincuentes y los delincuentes, como autoridades. Y entonces este pueblo, que siempre anheló la tierra sin mal, migró en proporciones espantosas. Y hubo miles de hogares con padres y madres ausentes y miles de vidas a medio camino entre la lejanía y el sueño de regresar a casa con la familia.

Se había reformado la Carta Magna, se habían pagado millones por una reforma educativa nonata, había llegado incluso la anhelada “alternancia política”, y a pesar de todo no hubo caso. La justicia siguió siendo injusta y los “nuevos honestos” demostraron pronto que eran alumnos avezados de los viejos deshonestos.

Sin embargo, la apertura hacia ideales progresistas y esperanzadores entusiasmó a propios y extraños, a costa de asumir el riesgo del desencanto y la insatisfacción, lógica inherente a los acontecimientos fortuitos.

Nuestro enemigo es la imposibilidad de vencernos a nosotros mismos. A nuestros hábitos, a nuestros fantasmas, a nuestros vicios, a nuestros complejos. Reformar las instituciones no basta: hay que reformar la educación para poder soñar con una escuela democrática y con ciudadanos demócratas, responsables de su destino como individuos y como pueblo. Y es que, al decir de Victoria Camps, la democracia no crea demócratas. La escuela sí. Solo entonces podremos tener un país en el que la realidad –como diría Walter Benjamín– llegue a ser contemplada como un proceso complejo en el que lo inevitable tenga cabida, y la “necesaria” derrota de los derrotados y la “indefectible” victoria de los vencedores sea un recuerdo.

¿El viejo orden dará paso a un tiempo de criba, de crítica y de gesta de responsabilidades? Si esto ocurre alguna vez, será porque ese tiempo procede de un pasado en el que nuestras escuelas ya habrán sido demócratas. Si la justicia algún día se vuelve justa, será porque ya han crecido los alumnos que bebieron de los ideales democráticos. Si los administradores alguna vez enfrentan seriamente los retos del futuro, lo harán en un tiempo en que hayan pasado ya varias generaciones hastiadas de improvisaciones y de precariedades. Si nuestras instituciones llegan a consolidarse, será porque antes perdimos el hábito de estrangular la crítica y destruirnos mutuamente. Serán entonces recuerdos la incomprensión, el fanatismo y los fracasos de esta larga búsqueda, y tal vez no habrá sido mala idea que siguiéramos soñando en la democracia como algo aún no conocido ni vivido realmente pero que podría, a todos, hacernos parte de un proyecto común.

jmsilverouna@gmail.com

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