Nuestro primer pesebre

Su hermana, Brunhilde Guggiari de Masi Pallarés, recuerda el primer trabajo artístico de Hermann Guggiari a los 13 años

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Cada Navidad, nuestra madre extraía de una caja, forrada por dentro en raso azul con reborde de fino cordoncito dorado, su muy querido y hermoso Niño Jesús, con ojos de cristal y tierna expresión. Lo acomodaba amorosamente entre pajitas sobre una mesa apropiada y allí, en ese pesebre tan sencillamente dispuesto, recibía el Niño Dios, en estas fiestas, nuestro cariño y nuestros besitos piadosos.

Pero ocurrió que un año, antes de bajárnoslo, se vio mamá obligada a depositar al Niño –solamente por un rato– sobre el mármol del aparador, para atender asuntos urgentes. Jamás imaginó que, en un instante, la curiosidad infantil y tantas manecitas torpes lo tirarían al suelo. ¡Pobre mamá! Lloró amargamente…

Este suceso que nos conmoviera tanto, más la semillita del amor de Dios sembrada por mamá en nuestra alma, hicieron que en cada Navidad nos empapáramos de su carga de emociones y vivencias.

Pasó el tiempo. Crecimos. Un día se despertó en nosotros el deseo de armar solos un «pesebre» o «nacimiento», pero carecíamos de imágenes.

El hermano mayor, a quien papá solía llamar Pitágoras, en honor a sus ideas ingeniosas, y que a la sazón tenía ya 13 años, se propuso superar este inconveniente. Es probable que el don de crear fuese innato en él, pero no puedo dejar de mencionar a aquella gran maestra, Tante Lore, quien también tuvo que haber influido, pues nos ejercitaba desde pequeños en tareas manuales, destacando el inmenso valor de lo personal que entrañan. Las casitas de muñecas confeccionadas con cajones vacíos, los árboles y setos hechos de esponja vegetal que abundaban en el fondo del patio y que teñíamos de verde, y tantas otras cosas elaboradas con naturalidad y entusiasmo, constituyeron sin duda una escuela de incipiente creatividad.

Aprendimos a usar cualquier elemento, aun el más insólito, para obtener algo útil o bonito.

Así que Hermann buscó barro para hacer las estatuitas. No muy lejos, en el patio, encontró un montículo de tierra roja y restos de lodo. Hizo rápidamente la masa y, con gran sorpresa nuestra, vimos salir de sus hábiles manos rústicas figuras de la Santísima Virgen, de San José, del Niño Jesús y numerosas ovejitas. Quedamos fascinados… Una vez listas, las expuso al sol para secarlas, y nuestro contento fue mayor aún al darles después un ligero toque de color.

Terminadas las imágenes, trató de hallar un sitio para armar la gruta. Eligió, acertadamente, el bosquecillo de tacuaras, que, al moverse, cantan. Juntó piedras, algunas bastante grandotas y pesadas, y formó artísticamente la gruta con una profunda cavidad para colocar allí a la Sagrada Familia. Una explanada de vidrio al pie de la misma recibía el agua que, a modo de manantial, caía entre las rocas por un tubo hecho de tacuaras. Esto sucedía cada vez que, disimuladamente, se tiraba el liquido desde atrás con una jarra. Bajo el vidrio, una vela encendida calentaba el agua y agitaba suavemente su superficie.

Creciendo en entusiasmo al ver tanta creatividad y hermosura, trajimos plantas del jardín y completamos el nacimiento al estilo del Paraguay: helechos, guembé, drácenas, granadas para colgar, piñas y sandías, además de la infaltable flor de coco.

Pudimos festejar felices aquella Navidad y adorar al Niño Dios en la primera escultura de Hermann Guggiari.

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