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Nicasio estaba en las malas. Después de trabajar varios años en el campo, le propuso a su señora ir a buscar mejores horizontes en Asunción y, recomendado por el hijo de su patrón, entró en la cuadrilla de trabajadores de la construcción de un arquitecto. De albañil «media cuchara» ascendió a revocador, pintor de brocha gorda y pintor de interiores. Blanquita, su cónyuge, antes maestrita de una escuela de Compañía, y él se habían casado enamorados, pero, prudentes, no habían aumentado la familia. Ahora, el progreso laboral les animó a cumplir ese sueño con un primer vástago, Robertito, que seis años después ya era querido por los demás chicos de ese barrio pobre del borde de la ciudad donde el fútbol con pelota de trapo era una de las alegrías de los que aún no iban a la escuela. Los fines de semana, en la tele del almacén de don Emilio, seguían el campeonato nacional y elegían su club entre los grandes: Cerro, Olimpia, Libertad, Nacional…
Por entonces, los problemas en la producción de cemento y la disminución de obras edilicias castigaron al gremio de Nicasio con mengua del trabajo y los ingresos y, por único aumento, el de la angustia. La pareja buscó más tareas. Nicasio salía al atardecer con otros vecinos que se ganaban la vida como cartoneros. Recolectaban cajas, botellas, latas y todo lo que se aceptaba en el campo del reciclado. La medianoche vio muchas veces a Nicasio con grandes bolsas al hombro cuyo contenido pignoraba en las casas del ramo al amanecer. Así pudo adquirir un carrito para cargar más bolsas.
Una noche, rendido, se tumbó en una silla. Blanquita le cebó un tereré con un trozo de hielo comprado con sus ganancias del puestito en la vereda del Mercado Nº 1 donde vendía remedios refrescantes y medicinales recolectados con Robertito, «Tito», en los yuyales de Lambaré. Luego, Nicasio acometió con gusto unas galletas y una latita de picadillo con la que su señora le había estado aguardando, y entraron en la obligada conversación de todo hogar: las necesidades, las ocupaciones paralelas y, naturalmente, el niño.
Tito era un chico dócil. Acompañaba a su mamá al mercado, pues no tenía quien lo cuidara en su ausencia, y al regreso, en la canchita, una pelota de trapo o una naranjita agria todavía verde bastaban para el «partidí» con sus congéneres.
Como era diciembre, la charla tomó dos caminos que convergían en Tito. Uno, que ya iba a cumplir siete años y debía empezar la primaria. Y el otro, su curiosidad, cada día mayor, sobre si los Reyes Magos existían o, como afirmaba la astuta conversación de los amiguitos, solo eran los padres. Blanquita mantenía viva la ilusión de su hijo comentando que ese era un rumor difundido por niños malos y desobedientes en cuyos zapatos, cuando los dejaran en sus ventanas la noche del cinco de enero, los reyes magos no pondrían nada.
El primer punto era difícil. A Blanquita, oteando la escuelita del barrio (que, naturalmente, llevaba el nombre de algún general o alguna república amiga, como muchas del Paraguay), le habían mostrado la lista de útiles: cuadernos, lápices, libros de lectura y, lo más grave, un par de championes blancos, cuyo precio era el de dos días de comida, incluidas la leche para Tito y la yerba para el cocido y el tereré cib que aplacaban a veces el hambre los mayores.
Pero en sus fiestas de fin de año recibieron un inesperado auxilio político cuando el presidente de la seccional barrial, sin duda auxiliado por alguna función pública y la consabida colecta en su reparto de navidad, tocó la puerta de la casa para entregarles un kilo de pan dulce, una botella de vino nacional, una caja de galletitas, una lata de dulce, un cuarto de kilo de arroz, fideos, porotos y una lata de «vaca’i», todo lujosamente envuelto en brillante papel de subido color carmesí.
El ahorro que representó este «obsequio» y el aumento de los cartones, botellas y envases por las fiestas, aumento que mejoró los ingresos del trabajo nocturno, permitieron comprar el par de championes, que Tito estrenó para ir a la misa de Navidad.
Pero quedó pendiente el delicado asunto de los Reyes Magos. El niño insistía en preguntar y en recordar que, aunque los reyes tenían «mucha plata», lo habían defraudado el año pasado, pues en su cartita había pedido una pelota y ellos solo aplacaron su deseo con un rústico camioncito de madera con un lindo moño.
Nicasio, en sus excursiones nocturnas, buscaba algún desecho que le permitiera conseguir los guaraníes necesarios para comprar aunque fuera una triste pelota de goma, hasta que un atardecer de fines de diciembre, en una casona donde comenzaba la ruta hacia Lambaré, vio gran cantidad de gente. La curiosidad le llevó allí; un cartel decía: «Corazones Abiertos». Preguntó de qué se trataba y le informaron que era una organización de ayuda a la gente menos favorecida para adquirir a precios módicos lo que no podía comprar habitualmente.
Dio una vuelta, envidiando muchas cosas que hubiera querido llevar para el bienestar de su familia, pero nada estaba a su alcance. Entonces, al fondo, donde unos jóvenes de caras cansadas arrojaban objetos inservibles, vio un plástico desinflado de colores brillantes, hecho de tajadas verdes, amarillas, rojas, azules; juntó ánimo y le preguntó a un muchachito si esa pelota estaba en venta. «Está pinchada, pero si querés llevar, llevá», dijo él. Sorprendido, la levantó, pero una joven voluntaria se la sacó de las manos, diciéndole: “Esperá, vamos a inflarla y a lo mejor la parchamos”. La infló, soplando con entusiasmo, y le puso la tapita; la pelota de inmediato empezó a desinflarse por dos agujeros, pero ella dijo: «Esperá», se sacó del bolsillo unas «curitas», cortó unos pedacitos gomosos, los pegó en cruz sobre los orificios, volvió a destapar el conducto, sopló con entusiasmo apretando las tiritas engomadas y al fin le dio la pelota a Nicasio, diciéndole: «Tomá, llevá». El despachante le pidió su nombre, lo anotó y puso al lado: «Una pelota de playa». Nicasio solo atinó a decir «Gracias». Puso la pelota parchada y bien inflada sobre lo que había recolectado y volvió a su menester con redoblado entusiasmo.
Al llegar a su casa le mostró la pelota como un trofeo a Blanquita, demasiado atónita para preguntar de dónde la había sacado. Con un mudo juramento la escondieron en el ropero, pues todavía faltaban ocho días para que los Magos se desviaran del camino a fin de dejar su regalo en los championes de la ventana de Tito.
Cada noche, al llegar Nicasio, la pareja controlaba el contenido de aire de la pelota; alguna vez que les pareció desinflada el hombre distrajo de su recaudación unos guaraníes, compró unas «curitas» y repitió la operación, reforzando la tapa de la herida.
Llegó el cinco de enero, con Tito nervioso, preguntón y todo ojos ante cuanto paquete de papel brillante veía pasar, hasta que una dura reprimenda de la madre detuvo al detective.
Quiso cenar temprano para dormir cuanto antes y esperar a los Reyes. Encargó a su mamá que pusiera sus únicos zapatos, «el champión», en la ventana. La madre, con cariño, le dio la cena y de postre un chocolatín que le había comprado en el mercado, y luego lo invitó a esperar en su regazo. En el amoroso abrigo, Tito se durmió. Ella lo acostó en el lecho, y bajó los championes de la ventana a los pies de la cama –pues el año anterior «los Reyes» le habían robado los zapatos a un vecino–.
Cerca de medianoche, volvió Nicasio con un papel azul marino y un moño recolectados que decoraron el regalo de Reyes. En prueba de que los camellos habían calmado su sed, tiraron el agua que Tito les había dejado en una lata, y en señal de que habían saciado su apetito, desparramaron el pasto que el niño dejara, para retribuir sus favores, a los gibosos viajeros de la noche.
Cuando tomaban el mate de la madrugada, Tito despertó. Aturdido, pisó el paquete y, al ver su forma esférica, gritó: «¡Una pelota!» Rompió el papel y el vivo colorido lo hizo correr de alegría: «Me trajeron lo que les pedí en la carta». Empezó a patear feliz el obsequio… y reparó en los parches. Extrañado, miró a sus padres y amagó retirarlos. Apresuradamente, su padre lo detuvo: «No saques nada. ¿No ves que esa pelota viene desde el Polo Norte, que por el camino se habrá resfriado y que, como los Reyes son Magos, la curaron con este remedio? Cuida la pelota enferma y no arranques los remedios».
El niño llevó cariñosamente la pelota a su cama y la tapó con una frazada, como había visto hacer a su mama cuando tuvo el sarampión y la viruela. Esa tarde, en la canchita, mientras todos pateaban contentos el regalo de Reyes, le sacó la lengua a cada uno de los escépticos de su círculo de amigos, a la par que le decía: «¡Viste que los Reyes sí existen!»
«La medianoche vio muchas veces a Nicasio con grandes bolsas al hombro cuyo contenido pignoraba en las casas del ramo al amanecer».
«En prueba de que los camellos habían calmado su sed, tiraron el agua que Tito les había dejado en una lata, y en señal de que habían saciado su apetito, desparramaron el pasto que el niño dejara, para retribuir sus favores, a los gibosos viajeros de la noche».
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