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El mismo vocablo transformó, sin embargo, su significado en la acepción latina de escuela como lección, más a tono con la interpretación presente. En la Edad Media y principios del siglo XIX, los sistemas educativos se basaban en su mayoría en un modelo de alumno-mentor y, en muchos casos, era privilegio de unos pocos. Hoy, observamos los sistemas educativos con una intención de abarcar a la mayor cantidad posible de niños y niñas, distribuidos en grupos etarios y por grados y la departamentalización de las disciplinas con un currículo rígido sujeto a pocos cambios según las necesidades del momento y del interés del alumno. Asimismo, el Estado, como representante del pueblo, tiene intenciones de garantizar que los miembros de la sociedad a su cargo reciban una educación gratuita y de acuerdo a las exigencias del momento. Uno de los objetivos sería, sin duda, cerrar la brecha de la desigualdad, asegurando que todos los que acceden al sistema educativo obtengan las habilidades necesarias para participar en el desarrollo económico y cultural de su país. Es también la escuela un espacio de socialización, así como una maquinaria de homogeneizar infantes y adolescentes. En este interés de universalización y de logros cuantificables a corto plazo cae el sistema educativo en el error de centrar sus esfuerzos en aquellos niños que, a criterios subjetivos, son considerados más aptos a ser moldeados a merced del maestro de turno.
Cabe preguntarnos qué sucedió con la influencia de pensadores y educadores como J. Rousseau, John Dewey, María Montessori, J. Brunner, quienes contribuyeron a que las apreciaciones que se tenían de la infancia y del aprendizaje fueran cambiando y se considerara al niño como sujeto de un proceso de crecimiento por etapas, cada una de ellas con maneras diferentes de abordar el conocimiento. Los trabajos de sicólogos y matemáticos, como Jean Piaget y Seymour Papert, quienes describieron las sucesivas etapas evolutivas del niño y los espacios propicios para que el niño tenga la oportunidad de crear conocimiento. Todos ellos y muchos más insistieron, de manera enfática, como prediciendo lo que ocurriría en las aulas, que el conocimiento lo construye uno mismo con exclusiva participación en la misma experiencia. Pero por lo observado en las aulas de hoy día, pareciera que las descripciones, observaciones e investigaciones de todos ellos no fueron tenidas en cuenta.
Observando desde afuera, pareciera que no se ha comprendido a estos grandes pensadores y estudiosos de la infancia y adolescencia que nos indicaron cómo debería ser el “ethos” del aula. Menciona David Perkins (Harvard University) que la denominación ideal de ese espacio debería ser la de “escuela Inteligente”. Pero para pertenecer a ese grupo de escuelas necesitamos educadores visionarios, que desafían día a día a los niños a encontrar un uso apropiado del conocimiento y de la información que reciben de manera exponencial y acelerada. La escuela, volviendo al origen griego de la palabra, deberá ser el lugar de diversión, donde el pensamiento ocupe un lugar único. Es decir, estrategias de aprendizaje donde el pensamiento sea la única “materia” del plan educativo. Esa materia “pensamiento” será la que propiciará una comprensión de aquel contenido curricular, información impresa, verbal, hoy día, digital. Podríamos preguntarnos de qué nos puede servir obtener y compartir información con los alumnos si su comprensión y uso correcto de la información no forma parte exclusiva y sistemática de la actividad en la escuela. Los contenidos curriculares y la participación de los actores, considerados en algunos casos los más importantes, como ser los maestros y los administradores educativos, no han dado muestra de estar articulados sistémicamente alrededor de una “enseñanza para la comprensión” (Teaching for Understanding, Project Zero, Harvard University), y con la práctica en el uso de esa comprensión.
Es fundamental poner a la “comprensión” en el centro y como único movilizador de toda la innovación educativa, eliminando sin perdón alguno, a la memorización, al copiado, a la decodificación sin codificación, a la repetición. Es decir, a la ausencia de creatividad y originalidad tanto del alumno como del maestro. Sin embargo, en los lugares del mundo donde las innovaciones educativas son urgentes, los desafíos siguen intimidando a los responsables directos. Las soluciones al problema educativo no se basan en la inversión económica únicamente, ni a ofrecer nuevos y cautivantes espacios de aprendizajes para los maestros. Es imperante ser bien precavidos a la hora de hablar de capacitaciones. De hecho, nadie capacita al otro; cada uno se capacita a sí mismo. Podríamos caer en la cuenta, y una vez más será tarde, de que la comprensión como elemento único y justificado de todo el aprendizaje, la razón de ser de la escuela, sigue ausente.
Los avances pedagógicos experimentales y un gran número de investigaciones en el área de la neurociencia indican que los cambios curriculares, el conocimiento disciplinar, las horas de presencia física en la escuela no son suficientes para un desarrollo de pensamiento de orden superior. Por tanto, las transformaciones educativas serán útiles y duraderas en la medida que la creatividad, la imaginación y la innovación sean parte de la cultura escolar. De ser así, los niños estarían preparados para afrontar los desafíos del siglo XXI y sus espacios de aprendizaje podrían ser llamados “escuelas pensantes”.
Editor: Alcibiades González Delvalle - alcibiades@abc.com.py
Asesora educativa ParaguayEduca