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Sus obras participan, sin embargo, de lo puro e inconmovible porque tienen la verdad y la fuerza de sus ideas, que siempre eran las mismas y que siempre eran justas. Y tienen al mismo tiempo el dinamismo de la dinamita en sus moléculas, la lucha que fue su signo. Su bosque, que con el tiempo perdió parte de su territorio por los asaltos de algún banco, financiera o tediosa entidad similar, oponía el suelo sin domesticar y la ferocidad de sus ariscos yaguá de monte a los horarios precisos de la urbe; su bosque irreductible, descarado, en pleno centro del ruido y el asfalto, lleno de hermosos y deshabitados cascarones, que él mostraba con gesto divertido, siempre lleno de ideas absurdas como esa –«casas huevo»–, esas ideas inútiles, imposibles, necesarias. Hacíamos proyectos. Y juro que eran buenos. Aunque ninguno de los dos iría a «buscar financiación» para ellos y ambos lo sabíamos y fingíamos que no para divertirnos inventándolos. Yo los escribía, él traía el whisky, los yaguá hacían guardia, doña Deidamia, grandes ojos luminosos, venía a «impedir» que él bebiera y volvía a marcharse, sonriendo. Ese es mi Hermann, siempre creando algo, siempre dispuesto a todo, Hermann el Fecundo, el que no tiene miedo, el alérgico a la resignación, un tipo decidido a no hacer nada que no quisiera hacer y listo para pagarlo caro si fuera preciso. Y por supuesto que lo era.