Gabo ha muerto, viva Gabo

Entre el ruidoso tráfico de la violenta, alegre, dura megápolis en la que vivió más de medio siglo, el enorme y polucionado “DeeFe”, como sus habitantes lo llaman, y en su lecho y en su casa, como tantos personajes de sus extrañamente oníricas y profundamente realistas –mágicamente realistas, como suele decirse, si lo prefieren– acaba de morir este jueves una de las principales y más poderosas voces de ese decisivo fenómeno cultural contemporáneo que fue el “Boom latinoamericano”. Para confirmar lo salvajemente real de sus, a simple vista irreales, historias, el destino le dio un escenario propio de ellas –la luna roja que anuncia hechos sangrientos, el Jueves Santo con el terror del choque mortal del Jaguar de “Cheo” Feliciano (3 de julio de 1935-17 de marzo de 2014) en las sombras de una carretera de Puerto Rico de madrugada– al viaje final del escritor colombiano y Premio Nobel de Literatura nacido en Aracata en 1927. Así, tras celebrar el que desde ahora pasa a ser su último cumpleaños (hace poco más de un mes, el seis de marzo) Gabriel “Gabo” García Márquez se marchó para siempre a los ochenta y siete años de edad.

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En 1965, cuenta el escritor mexicano Carlos Fuentes (que aquel día iba, rumbo a Acapulco, con él por la carretera), su amigo, el “defeano” adoptivo García Márquez, pareció de pronto absorto, transfigurado, raro, y se puso a anotar algo en un papel, que después guardó. Y nada, siguieron el viaje. Aquel día, Gabriel García Márquez tenía treinta y ocho años, cuatro libros publicados (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora) y ni “la menor idea” (contaría mucho después el propio “Gabo” en un congreso, en el año 2007) de lo que significaban aquellas palabras, ni, menos aún, de cómo ni de qué seguiría escribiendo después.

Sin embargo, el caso es que siguió escribiendo la continuación de aquello que anotó por el camino todos los días, sin parar, hasta que terminó el libro, al cabo de un año y medio.

Era Cien años de soledad: su mejor libro.

Las palabras que escribió un día cualquiera en medio de la carretera que lleva a Acapulco son un umbral y una trampa perfecta: nadie, una vez que las ha leído, puede escapar, es decir, dejar de cruzarlas e internarse en la novela. Ese papel, esa servilleta, esa hoja de block o de cuaderno o, en suma, lo que fuese, decía:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

Sencillamente, uno de los mejores comienzos de la literatura universal. “Es más fácil”, dijo alguna vez “Gabo” García Márquez, “atrapar a un conejo que atrapar a un lector”. Pues bien, él sabía cómo. Buen viaje –con salsa de Cheo Feliciano en la radio del coche a todo volumen– por la carretera infinita que lleva al añorado “olor de la guayaba”, para un clásico que a partir de hoy vivirá tanto como Macondo, Aracataca y el mundo entero vivan.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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