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En 1965, cuenta el escritor mexicano Carlos Fuentes (que aquel día iba, rumbo a Acapulco, con él por la carretera), su amigo, el “defeano” adoptivo García Márquez, pareció de pronto absorto, transfigurado, raro, y se puso a anotar algo en un papel, que después guardó. Y nada, siguieron el viaje. Aquel día, Gabriel García Márquez tenía treinta y ocho años, cuatro libros publicados (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora) y ni “la menor idea” (contaría mucho después el propio “Gabo” en un congreso, en el año 2007) de lo que significaban aquellas palabras, ni, menos aún, de cómo ni de qué seguiría escribiendo después.
Sin embargo, el caso es que siguió escribiendo la continuación de aquello que anotó por el camino todos los días, sin parar, hasta que terminó el libro, al cabo de un año y medio.
Era Cien años de soledad: su mejor libro.
Las palabras que escribió un día cualquiera en medio de la carretera que lleva a Acapulco son un umbral y una trampa perfecta: nadie, una vez que las ha leído, puede escapar, es decir, dejar de cruzarlas e internarse en la novela. Ese papel, esa servilleta, esa hoja de block o de cuaderno o, en suma, lo que fuese, decía:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Sencillamente, uno de los mejores comienzos de la literatura universal. “Es más fácil”, dijo alguna vez “Gabo” García Márquez, “atrapar a un conejo que atrapar a un lector”. Pues bien, él sabía cómo. Buen viaje –con salsa de Cheo Feliciano en la radio del coche a todo volumen– por la carretera infinita que lleva al añorado “olor de la guayaba”, para un clásico que a partir de hoy vivirá tanto como Macondo, Aracataca y el mundo entero vivan.
montserrat.alvarez@abc.com.py