Fernando Pessoa: En la floresta de la enajenación

El escritor lisboeta Fernando Pessoa, rey de lo múltiple y de lo apócrifo y campeón del juego peligroso con los límites entre ortónimo y heterónimos –a los que llama «figuras»– desde que, a los seis años, como el Chevalier de Pas, se escribía cartas a sí mismo, ejerce una poderosa fascinación, más que por su obra y su vida, por sus obras y sus vidas, como es claro en este artículo del filósofo, ensayista y actual director de la Biblioteca Nacional Rubén Capdevila.

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Hace muchos años recibí de manos de una española un regalo formidable que habría de cambiar para siempre mi gusto por la literatura y, por qué no decirlo, mi comprensión de la realidad: un libro de título extraño y autor para mí desconocido. Todavía recuerdo, como si el tiempo fuese un engaño, una farsa, una conspiración de la mente, aquellas líneas iniciales del misterioso y extenso poema «En la floresta de la enajenación»:

«Sé que he despertado y que todavía duermo. Mi cuerpo antiguo, molido de que yo viva, me dice que todavía es muy pronto... Me siento febril de lejanía. Me peso, no sé por qué...

»En un torpor lúcido, pesadamente incorpóreo, me estanco, entre el sueño y la vigilia, en un sueño que es la sombra de soñar. Mi atención flota entre dos mundos y ve ciegamente la profundidad de un mar y la profundidad de un cielo; y estas profundidades se interpenetran, mezclándose, y yo no sé dónde estoy ni lo que sueño»

(El Libro del desasosiego, Barcelona, Seix Barral, 1984).

Desde estos versos he despertado muchas madrugadas sin comprender ya los límites precisos del sueño y la vigilia e instantáneamente he vuelto a despertar.

Pero hay culpas y misterios que tienen nombre y personalidad. En este caso, el culpable de la fascinación misteriosa que no nos permitirá dormir tranquilos durante muchos años es el escritor, poeta, filósofo, ensayista, médium, astrólogo y traductor portugués Fernando Pessoa, nacido en Lisboa el 13 de junio de 1888 y cuya corta y extraña existencia duraría hasta un lejano noviembre de 1935.

Es Fernando Pessoa uno de esos escritores arriesgados que no ha podido resistirse al deseo desmesurado de escribir lo prohibido; escritor de lo indecible, poeta de lo irracional, su propia vida ha sido un desafío para la lógica insigne de la razón.

Indefinido e indefinible, Pessoa ha representado no solamente el punto de ruptura de muchas corrientes literarias –modernismo, simbolismo, saudosismo– sino la fundamental convergencia y absorción de estos en una «alquimia filosófico-literaria» difícil de definir, imposible de encasillar.

Imbuido inicialmente, y tal vez hasta el final, de la intrincada problemática esotérico-metafísica tan perturbadora en su tiempo, se lo ve vinculado muchas veces a movimientos como el rosacrucismo y la teosofía, y espontáneamente aparecen y desaparecen en su vida personajes satánicos como el ocultista Aleister Crowley. Otras veces se lo reconoce como principal representante del saudosismo, corriente literaria nostálgico-nacionalista que trata de revivir el glorioso pasado de Portugal. De esta corriente es tributaria su único libro publicado en vida, Mensagem (anagrama de «Mens agitat molens», «La mente mueve la materia»), en el cual el Pessoa mitopoyeta recrea la imagen del rey Sebastián de Portugal, que, cual rey Arturo, volverá para traer un Quinto Imperio. No debe estar ausente de nuestro análisis, además, el papel de precursor del modernismo de Pessoa en Portugal, y el uso indiscriminado y conciso de los recursos del simbolismo, en especial en sus poemas extensos.

Pero el punto crucial de la obra pessoana es la creación de un estilo hasta entonces extraño a todo ámbito literario: la heteronimia. Hacia 1914, Pessoa empieza a sufrir una transformación existencial muy profunda, en dos aspectos: primero, un desdoblamiento o fragmentación de la personalidad que desembocará en la creación de varias personalidades literarias, con su psicología e historia particulares; en segundo lugar, la sumisión a un estado de «no ser» o de necesidad intensa de dejar de ser, de sentir, de existir quizás; un estado fluctuante entre ausencia y presencia, entre sueño y vigilia, que se traslucirá en adelante en toda su obra.

Ya de muy joven, desde niño quizás, se había acostumbrado Pessoa a usar seudónimos. Primero, escribiendo (y respondiendo) cartas a un tal Chevalier de Pas (Caballero de No) y luego dando paso a Alexander Search (Alejandro Búsqueda), en quien ya se perciben algunas líneas de su futuro estilo y la influencia de su formación inglesa. Pero en 1914 la heteronimia llega a tomar forma sustancial con la aparición de una voz escéptica y panteísta que bautizará como Alberto Caeiro y tendrá de discípulos, casi coetáneamente, a Ricardo Reis y Álvaro de Campos, así como al propio Fernando Pessoa.

Alberto Caeiro es el Maestro, el poeta de la espontaneidad, para quien lo único realmente existente es la naturaleza; para él no hay por qué complicarse con metafísica alguna. Solo la naturaleza merece ser loada. Es un escéptico, sin duda, un animal de palabras:

«Quien está al Sol y cierra los ojos,

comienza a no saber que es el Sol

y a pensar muchas cosas llenas de calor.

Pero abre los ojos y ve el Sol,

Y ya no puede pensar en nada,

porque la luz del Sol vale más que los

pensamientos

de todos los filósofos y todos los poetas.

La luz del Sol no sabe lo que hace

y por eso no yerra y es común y buena».

(«El guardador de rebaños», en Antología esencial, Buenos Aires, Need, 1998).

La obra de Ricardo Reis es lo opuesto a la del Maestro, situada casi en su antípoda. Es un estoico, un poeta horaciano, neoclásico, su obra está llena de referencias mitológicas, es un arcaísta por tanto, a la vez que pesimista al punto de abandonar al hombre al arbitrio del Hado o de los Dioses:

«¡Tan de prisa pasa todo cuanto pasa!

¡Muere tan joven ante los Dioses cuanto muere!

¡Todo es tan poco!

Nada se sabe, todo se imagina.

Circúndate de Rosas, ama, bebe y calla.

Lo demás es nada»

(op. cit.)

Este personaje habla también de las obsesiones fundamentales del poeta: el fingimiento y la renuncia al amor. A Ricardo Reis se le atribuye uno de los poemas más famosos de Pessoa: «El poeta es un fingidor».

Y, finalmente, Álvaro de Campos, es la voz misma, inconfundible, de Pessoa. Es el único heterónimo a quien Pessoa conoció, y lo acompañó hasta su muerte. Hombre de pensamiento febril, sociable, inteligente y exitoso, era un brillante ingeniero naval nacido hacia 1890.

Álvaro de Campos, la vanguardia pessoana, resume en sí las tres tendencias cultivadas por el poeta, modernismo, sensacionismo y saudosismo. Aquí también fluye esa poesía omnívora que busca llenarse, colmarse, y nunca estar saciada «porque todo es excesivo». No es casual que haya escrito una oda a Walt Whitman; él es la zona más desgarradora y contradictoria de Pessoa. No quiero decir que en Álvaro de Campos se encuentre Pessoa entero, sino simplemente que aquí hay una fusión muy importante, que la temática se repite en ambos y a veces sus estilos se confunden.

Hay en Pessoa y en Álvaro de Campos un extraño vaivén entre sensación y enajenamiento. A veces se expresa claramente esta necesidad de sentir: «Sentir todo de todas la maneras./ Vivir todo de todos los lados». Otras, aparece un Pessoa que intenta amainar la tempestad de las sensaciones, llegando a absorberse en la nada como en ese poema fulgurante llamado «Estanco», que empieza: «Nada soy, nunca seré nada».

Sin duda estas voces del universo pessoano nos acercan a la personalidad del escritor, a veces expresando, incluso, anhelos de vidas no realizadas, un deseo claro de haber sido otro. Pero todavía queda el cuadro incompleto pues sobran misteriosos semiheterónimos sin resolver: Bernardo Soares, Barao de Teive, Vicent Guedes, José Pacheco, Antonio Mora. Solo detrás de Bernardo Soares encontramos una serie de escritos que traspasan toda la vida de Pessoa compilados en El Libro del desasosiego, libro inconcluso de prosa impecable, genial y compleja, publicado años después de la desaparición física del poeta y tras un largo trabajo de hurgar y ordenar su única herencia a nadie y a todos, un viejo baúl con 27 543 páginas que sigue dando sorpresas –como Noventa últimos poemas, 1930-1935 (Barcelona, Hiperión, 1995)– y confirmando la vieja frase latina: «Ars Longa, vita brevis».

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