En busca del soneto perdido

Corrían los primeros años de la década de los cuarenta cuando el general Higinio Morínigo tuvo la ocurrencia de dictar un decreto ley que establecía lo que se dio en llamar «una tregua política» por la cual todas las agrupaciones ideológicas debían llamarse a silencio, prohibiéndose toda actividad partidaria. Esto amordazaba a la ciudadanía y consolidaba la anteriormente dispuesta disolución del Poder Legislativo.

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Las diversas agrupaciones partidarias se debían contentar con la pintata de paredes y algunos disimulados «actos culturales» en los que sonaban algunas palabras prohibidas como «democracia» o «libertad», que provocaban los aplausos del público comprometido y la pronta intervención policial para aprehender a los «atrevidos».

También el Partido Colorado tenía su cuota de silencio, y algún acto concluyó con el apresamiento del doctor Juan León Mallorquín, del doctor J. Eulogio Estigarribia y del vástago del primero, Numa Alcides Mallorquín, líder de la resistencia en las aulas del Colegio Nacional, desde cuyo segundo piso una vez, en un episodio turbulento, arrojó un banco de estudio al entonces jefe de investigaciones de la policía (y también de la represión) Marcos Fúster.

Así las cosas, algunos jefes y varios jóvenes del Partido Colorado decidieron fundar, para disimular la resistencia, el Centro Cultural Bernardino Caballero, que solía realizar actos de bastante importancia en cuanto a concurrencia y en los cuales, entre página y página de cultura literaria y musical, se pronunciaban discursos en los cuales se hacía oír al público alguna palabra prohibida o que hacía sentir la supervivencia de la Asociación Nacional Republicana.

Recuerdo que, cuando aún vestía pantalones cortos, atuendo que denunciaba mi infancia (era el año 1943 o el 1944), mi padre, colorado de tercera generación familiar, me invitó a concurrir a un acto conmemorativo del nacimiento del general Caballero en el Teatro Nacional, hoy Teatro Municipal. A media tarde fuimos al teatro, donde nos reunimos con el doctor Manuel Riera y dos de sus hijas mayores, con todos los cuales nos instalamos en uno de los palcos delanteros del teatro, que estaba lleno, como se diría castizamente, «de bote en bote».

El acto, naturalmente, comenzó con la ejecución del Himno Nacional cantado con todo fervor por la concurrencia, seguido por unas palabras alusivas a la fecha a cargo del entonces creo vicepresidente de la ANR, el doctor Guillermo Enciso Velloso, quien se refirió a la presencia heroica del general en la Guerra de la Triple Alianza y luego, como primer magistrado de la república, en la reconstrucción del país en ruinas.

Muy aplaudido el orador, se dio inicio a la parte cultural con la interpretación de una página musical clásica a cargo de un dúo de violines integrado por el escribano Bacón Duarte Prado y la doctora María Rosa Ortiz de Fresco, quien, aunque no era militante colorada, se hallaba unida a los promotores del evento por el arte y por su condición universitaria de estudiante de la Facultad de Medicina y opositora al régimen.

Seguidamente, hizo escuchar una composición importante el eminente músico Kurt Lewinson, ciudadano centroeuropeo refugiado en nuestro país por la persecución hitleriana que epilogó el Holocausto.

Súbitamente, desde la platea del teatro, irrumpió en el escenario un hombre ataviado con un traje negro notoriamente gastado, de aquellos que nuestra gente llama despectivamente «mua», con una corbata de las que identifican a los poetas y una desgreñada cabellera negro-grisácea, que fue rápidamente identificado por el público: «¡Julio Correa!»

Conocido por muchos de los presentes, tanto por su repercusión en el ámbito del arte como autor y actor de numerosas obras teatrales en guaraní, cuanto por desempeñarse como martillero público y ser, por ende, amigo de muchos de los numerosos abogados que asistían al acto, Correa subió al escenario y, sin saludar ni decir palabra alguna, arrancó con unos versos de su producción, a juego con su indumentaria:

Este mi traje viejo es el que me defiende

De la ira inclemente del vacío burgués

Es que nuestro amigo había abrazado las ideas del socialismo, y por ello luego militó activamente en el Febrerismo. El arte unía a toda la oposición y el acto del centro cultural permitía, como brillante ocasión, hacerse oír en nuestro medio políticamente amordazado.

Pasando a la parte seria, ocupó luego el proscenio, representando al ala joven del coloradismo, el señor Epifanio Méndez Fleitas, quien rindió homenaje al Centauro de Ybicuí en un discurso sorprendentemente breve por venir de él, a quien, cuando el partido llegó al Gobierno, le escuchamos piezas oratorias cuya duración orillaba las dos y las tres horas.

Y se remató el acto con la aparición de un expositor de poesías enrolado en la juventud republicana y conocido por el apodo de «el Negro González», quien, a la inversa de Julio Correa, se presentó impecablemente vestido con traje oscuro, corbata roja y cuidadoso peinado a la gomina, fijador en boga en aquella época.

«El Negro», tan pulcro en el habla como en la vestimenta, anunció que recitaría unos versos de Manuel Ortiz Guerrero que se denominaban «Parque Caballero», soneto que refería las vivencias del «Centauro de vértebras de acero».

Alguna vez recordé completos estos versos, pero con el deterioro de los años mi memoria ya no los retiene integralmente: solo recuerdo un párrafo que describía la quinta del general, «el cafetal, el chorro donde enjugó su torso de semidiós marcial…», y la línea que concluía la pieza: «y el batallón difunto saluda al General…», momento en el cual nuestro recitador se encuadraba militarmente y hacía el saludo conocido como «la venia», que consiste en llevar la mano derecha a la sien, saludo reglamentario castrense.

Tras la emotiva interpretación de los versos de nuestro egregio poeta guaireño, no solo el público le prodigó aplausos al actor, sino que vi a muchos caballeros echar mano a sus pañuelos para enjugar emocionadas lágrimas.

Por mucho tiempo retuve memoriosamente el soneto completo, que incluí en un trabajo literario para la academia del Colegio de San José y que no solo me valió un premio de la entidad sino que apareció en el periódico Blas Garay, que publicaba la juventud republicana, por lo que el señor Natalicio González me hizo llamar a su despacho del Ministerio de Hacienda para prodigarme sus felicitaciones. Es que el trabajo se titulaba «Manuel Ortiz Guerrero. Su vida a través de su poesía», y «Natalicio» rememoró su cercana amistad con el poeta y el contenido de mi obrita le conmovió hondamente.

Como impenitente lector y admirador de «Manú», creo haber adquirido por lo menos la mayoría de las obras publicadas sobre la vida y la obra de Ortiz Guerrero, buscando en todas algo que me permitiera reproducir para mis hijos la historia que narro y el soneto que cerró aquel acto cultural que disimulaba la decisión de hacer saber la vigencia ciudadana de un partido. Solamente en una antología que adquirí hará unos quince años encontré los versos de «Parque Caballero», pero el texto, que habré prestado para que alguien más conociera la obra de nuestro poeta, naturalmente, no me fue devuelto.

Desde entonces, mi acercamiento a aquel soneto solo fue ya la progresión del olvido de más y más estrofas. Sigo en la empresa de resucitarlo. Ya tengo nietos, y me gustaría que fuera parte de sus conocimientos literarios. Si alguien conoce «Parque Caballero», si alguien tiene ese poema, me agradaría concluir la búsqueda del soneto perdido, repasarlo en los últimos años de mi vida y así reproducir esa bella página de los «actos culturales» y las ocultas supervivencias partidarias de un tiempo pasado para la gente que aprecio.

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