El barro de Paraguay

En Paraguay existía una cerámica prehispánica antes de la llegada de los conquistadores, pero durante la Colonia esa tradición alfarera original se fue adaptando a los nuevos usos y funciones culturales de la época en un largo proceso histórico a través del cual se mantuvo cierta continuidad formal que dio finalmente como resultado su fisonomía característica a una nueva cerámica mestiza que se desarrolló como una de las modalidades más importantes y con mayor arraigo colectivo de la artesanía popular de nuestro país.

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Este proceso de hibridación cultural ha sido señalado por Josefina Plá, entre otros: “Las artesanías paraguayas, conforme más de una vez se ha dicho, son, tal como se manifiestan hoy (o se manifestaban hasta hace poco), el resultado lógico de una doble corriente iniciada con la conquista. Los guaraníes poseían, a la llegada del español, sus artesanías. Los españoles trajeron las suyas, que en algunos casos se injertaron sobre las ya existentes” (Josefina Plá: “La cerámica popular paraguaya”, en: Suplemento Antropológico, órgano oficial del Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”, Vol. XI, Números 1-2, 1976: 7-28).

Es, en este sentido, significativo, tal como apunta, por su parte, el escritor y crítico de arte Ticio Escobar, que en nuestro país los principales centros de producción alfarera están situados –todos– en lugares con una importante tradición indígena: “Itá, Tobatí, Altos e Ypané fueron asientos de indios; Areguá e Ypacaraí no constituyeron táva, pero se encuentran en lugares que, cercanos al lago Ypacaraí, eran preferidos por los antiguos carios para producir cerámica” (Ticio Escobar: Una interpretación de las artes visuales en el Paraguay, Asunción, 2007).

La artesanía en barro es tal vez uno de los símbolos más universales de la cultura popular paraguaya. Los alfareros de Itá son reconocidos, tanto en Paraguay como, cada vez más, en todo el mundo, por sus singulares piezas: astros antropomorfizados, estrellas, lunas y soles de facciones sugerentes y misteriosas, rostros y cuerpos humanos en medio de una flora y una fauna tan pronto domésticas como salvajes, fecundas en seres vibrantes de vida, expresividad e imaginación.

EL PUEBLO DE ITÁ

Itá es una pequeña localidad que se encuentra a treinta y cinco kilómetros de Asunción; una de sus principales actividades económicas es la producción artesanal de alfarería en barro, de cerámica. Itá, fundada en 1539 por Domingo Martínez de Irala, es llamada también la “Capital de la Cerámica”, o la “Ciudad del Cántaro y la Miel” debido a que, según cuenta la tradición, el sacerdote franciscano fray Tomás de Aquino enseñó a las mujeres del lugar, en tiempos de la Colonia, a hacer cántaros de barro, puesto que el barro abunda en el lugar. El Centro Artesanal “San Blas” (San Blas es, por cierto, el santo patrono de Itá), que está situado en la Ruta I, cerca del centro urbano, tiene colecciones de obras de alfarería iteña en exposición permanente. Entre las artesanas de Itá destacan Rosa Brítez, Marciana Rojas, Gregoria Benítez, Fermina Benítez, Águeda Arévalos, Juana Marta Rodas y Julia Isidrez Rodas, entre otras.

Si el viajero toma, desde Asunción, la Ruta I, encontrará la casa de doña Rosa Brítez, “la Ceramista de América”, un poco antes de llegar al centro urbano de Itá. El visitante puede ver y comprar allí sus célebres figuras de barro.

OFICIO DE FAMILIA

Rosa Brítez nació en Itá el 9 de abril de 1941. Huérfana, criada en una familia de artesanos, aprendió el oficio familiar de una tía suya que la cuidó desde que, a los seis años de edad, perdió a su madre.

En sus figuras de barro, Rosa Brítez representa fragmentos de la vida y la realidad de su pueblo natal, como la procesión de San Blas, que es la fiesta más importante de Itá, con la banda de músicos locales, el pa’i, el encargado de llevar el agua bendita, los portadores del “kurusu cirio” y todos los demás fieles, o como el “casamiento koygua”, con la novia y el novio, los amigos de ambos y los ruidosos miembros de la orquesta lugareña, o como el entierro del “angelito”, o como la briosa vendedora que viaja a caballo, a lomo de burro o en carreta, o la chipera con su enorme canasto de humeantes panes aromáticos, o como la burrerita y su preciosa carga de mandioca, de choclo y de diversas frutas de estación.

Las primeras obras de una joven e inexperta Rosa Brítez fueron sencillos platos y cántaros, vasijas típicas en cuya elaboración, sin embargo, con la plástica materia entre sus manos, seguramente fascinada, imaginamos que fue descubriendo las virtualmente infinitas posibilidades de figuración del barro, de eso que no tiene forma alguna y que, justamente porque no la tiene, se puede convertir en cualquier cosa, es decir, potencialmente en todo, y en especial en todo lo que puedan soñar la fantasía y el deseo humanos. Y, al tiempo que descubría esa capacidad metamórfica de la arcilla, sus creaciones iban cobrando apariencias cada vez más originales, más inesperadas, más complejas y más propias. Aparecieron así sus platos de pared, con las hoy conocidas figuras del Sol y la Luna, sus personajes de pueblo, sus animales típicamente paraguayos, como el encantador, tímido e hipersensible “tatu bolita”, sus carretas, sus diversos y sencillos fragmentos de un mundo cotidiano poblado de peculiares formas y hecho de ricas texturas, y, desde luego, también sus desfachatadas, escandalosas parejas de amantes.

UN GESTO DE PASIÓN

Cuando Rosa Brítez comenzó a trabajar en la creación de estas parejas, que ilustran una a una las diversas posturas de la cópula, relata Adriana Almada, “alguien le dijo que lo que hacía era grosero. Su vecina le gritó que no tenía vergüenza, que una mujer con criaturas en la casa no podía tener ‘eso’. Los parientes se callaban y el resto del pueblo censuraba silenciosamente el surgimiento de una de las creaciones hoy más difundidas y apreciadas del arte popular paraguayo” (Adriana Almada: Colección privada. Escritos sobre artes visuales (en Paraguay), Asunción, 2005).

Rosa Brítez, artesana de Itá, huérfana desde que era una niña de seis años, que quedó en ese entonces al cuidado de una tía que le enseñó a moldear el barro, asistió a la escuela hasta el tercer grado de la primaria y desde ese momento, a los nueve años de edad, se dedicó, hasta hoy día, a lo que es y será siempre su primer oficio y su última pasión. En esas estatuillas de cerámica, que al principio suscitaran tal rechazo, y que integran un minucioso y acabado itinerario erótico rebosante de fuerza y placer de vivir, las formas de la pasión cobran volumen con tanta decisión y tan rotunda síntesis formal que cada una de estas obras parece hecha en un solo movimiento gozoso e involuntario, como esas grandes cosas que se hacen sin pensar y sin querer, por ese mismo impulso misterioso que mueve a realizar algún gesto de pasión, de alegría o de amor.

(Rosa Brítez, que llevó al mundo el nombre de Paraguay con su obra, necesita ahora nuestra solidaridad por un problema cardíaco. En su casa de Itá, kilómetro 36,5 de la Ruta I, tiene a la venta más de cien de sus piezas. Los interesados pueden, también, llamarla al 0985 365314)

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