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LA NOSTALGIA YA NO ES LO QUE ERA
Este 2013 que caerá fulminado entre ráfagas y detonaciones de pólvora y de sidra dentro de unos pocos días es, su atención, por favor, ladies and gentlemen, un año muy importante: el del primer centenario del colosal fresco proustiano A la búsqueda del tiempo perdido (A la recherche du temps perdu, o, más «barrialmente», si se quiere, «la Recherche», para los amigos): hace un siglo (si nos ponemos maniáticos, esto se cumplió, en rigor, un mes atrás, el 14 de noviembre –¡hace un siglo y un mes, pues, si lo prefieren!) que Marcel Proust publicó la primera parte de esa serie de siete novelas, un fragmento de esas (más o menos) tres mil páginas de su opera magna, esa suerte de iniciación perfectamente autónoma y a la vez de «tráiler» que es Por el camino de Swann, Du côté de chez Swann.
De la Recherche se ha dicho mucho ya, pero no todo, porque hoy la Recherche no es lo que era hace cien años, en 1913, cuando aparecía Por el camino de Swann, adelanto del que no cabía inferir el gigantesco conjunto que completaría años después. Publicada esa primera parte, estalló la, también primera, guerra (mundial), cuatro años de carnicería (1914-1918) que dieron timbres y matices sulfúreos a los siguientes volúmenes. El tiempo reencontrado (Le temps retrouvée), libro final de la Recherche, ya sucede en la posguerra y, como una danza macabra, reune a los personajes pasada la gran contienda, y los que al inicio conocimos como apuestos militares, bellas damas, refinados aristócratas, son ahora caricaturas y despojos de su mundo ya espectral y muerto. Pero si la Recherche hoy ya no es lo que era hace cien años es por otra razón: porque hay libros mutantes que, por más que uno los lea, reencuentra siempre cambiados. Ese es el secreto de la Recherche, que se desliza como el escalofrío del momento epifánico, que en Le temps retrouvée el narrador descubre como el principio organizador de su obra; aquí con un paréntesis te podré susurrar más insidiosa y sutilmente, lector, este secreto al oído (el tiempo).
LAS FICCIONES QUE SOSTIENEN LO REAL
Se acusa en ocasiones a Proust de esnob y de admirador de la nobleza porque presenta con cierta insistencia a los «grandes señores» como muy diferentes de los burgueses y de los nobles recientes pues su conducta obedece a principios y valores realmente superiores a los que mueven a estos. Así sucede, por ejemplo, con un amigo del narrador, Robert de Saint Loup. No coincido con esta acusación. En Proust, para mí, los retratos psicológicos concretos y realistas portan a la vez contenidos más generales, como si los personajes encarnasen variables sociológicas o históricas, o leyes psicológicas; veo algo enciclopédico, hasta entomológico en la Recherche. Creo que esos grandes señores portan un valor simbólico, en efecto, en su mundo y por un tiempo –y es que la clave es el tiempo– y que Proust no los pinta así por esnob sino porque las ficciones sostienen desde adentro el núcleo de lo real. Por algo los Guermantes admirados por el narrador terminan fusionados con los que despreciaban, y un noble desposa a la hija de una cortesana, y la Verdurin se vuelve princesa de Guermantes: los viles parvenue trepan, y a su vez despreciarán a los que en el futuro anhelen desplazarlos. Esos mundos «eternos» se desploman sin tragedia ni gloria, a lo sumo con un efecto vagamente ridículo.
Y Robert de Saint Loup, que en A la sombra de las muchachas en flor es el noble amigo, el héroe bélico, el marcial experto en estrategia, el librepensador lúcido que desdeña los privilegios de su clase, es el homosexual gastado, frío, teatral, egoísta e hipócrita de Le temps retrouvée.
RETÓRICA DE LA PALABRA Y RETÓRICA DEL CUERPO
Saint Loup entra así en escena en A la sombra de las muchachas en flor:
«…vi pasar a un joven de ojos penetrantes alto, esbelto, con la cabeza orgullosa sobre el cuello erguido, de piel tan rubia y cabello tan dorado como si hubieran absorbido la luz del sol, con un traje flexible y casi blanco como jamás hubiese yo creído que un hombre se atreviera a vestir, y cuya ligereza evocaba a la vez el fresco del comedor donde me encontraba y el calor y el buen tiempo de fuera. Sus ojos eran del color del mar [...] parecía que la calidad particular de sus cabellos, de su piel, de su estilo, que lo hubiesen distinguido en medio de una multitud como un filón precioso de ópalo luminoso y azulado engastado en una materia ordinaria, debía corresponder a una materia distinta de la del resto de los hombres. A causa de su chic, de su impertinencia de joven león, de su extraordinaria belleza sobre todo, algunos le encontraban un aire afeminado, pero sin reproche, porque se sabía hasta qué punto era viril y apasionado de las mujeres.»
En Proust el cuerpo tiene una retórica que comunica contenidos y no se limita a ilustrar la descripción, y esa entrada de Saint Loup comunica alegría, valor, placer, franqueza, altivez, aplomo. La duda sobre su virilidad está en los chismes que el narrador menciona, no en la presencia física del joven aristócrata.
Y esa leve disonancia entre el lenguaje verbal, el del narrador, con esa sombra de duda que arroja sobre Saint Loup, aunque diga que no cree en los rumores que menciona, y el lenguaje corporal, el de Saint Loup, es lo que, sin que uno se percate, se le «queda» como algo misterioso, inconcluso, al leer esta parte.
No es una disonancia chocante; el lector puede sentirla o no, y recordar ambos lenguajes o dar importancia solo a uno y olvidar, en consecuencia, el otro. Depende de si es un lector, digámoslo así, adecuado, o no lo es, por supuesto. No se puede encontrar en un libro lo que se es incapaz de encontrar en la vida.
EL TIEMPO RECOBRADO
En Le temps retrouvée, Saint Loup, casado por conveniencia, esconde su homosexualidad tras mentiras burdas, afecta una virilidad exagerada, es interesado e histriónico; el narrador finge asombro ante su «transformación», que sabe que no es tal, porque ya estaba allí desde el principio, y, «asombrado», evoca las señales que ya ha dado al lector, y las interpreta ahora de una manera distinta y, esta vez sí, certera.
El barón de Charlus, un Guermantes, un señor medieval, incapaz de frenar sus apetitos, persigue a los soldados por las calles; en el burdel para invertidos que frecuenta, lo llaman «el Encadenado», y yo creo que hasta Ozzy Osbourne temería conocer el negro origen de ese brutal marcante; Saint Loup, un héroe de guerra, un militar que muere gloriosamente en el frente de batalla, arrastrado por el ardor carnal, pierde su condecoración en ese mismo hotel abisal, sórdido, en el que cariados rateros y ladrones y matarifes con piojos y sin escrúpulos los complacen por dinero. Al final, el narrador ve, bajo los afeites, todo: trepadores que intrigan, escritores que rellenan de tópicos sus torpes libros, mujeres que mienten, seducen y medran, arribistas que reptan con veneno en la sonrisa. Nada es verdadero allí. Mejor esperar el gesto mágico de la materia –la baldosa de un patio, el sonido metálico de una cuchara, el sabor de una magdalena– que nos devuelva el tiempo aún sin mancilla, el «pedazo de tiempo químicamente puro» que, desdeñado entre banalidades y codicias como fugaz e irrisorio, por tener más verdad y más sentido que esas gentes y que todo su universo, será lo perdurable.
montserrat.alvarez@abc.com.py