Bonus track: la magdalena de Proust

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EL POSTRE MÁS LITERARIO DE LA HISTORIA

Sí, cultivado y espiritual lector, diestra y dulce lectora, atrévete a confundir el pasado y el presente y a jugar con el tiempo y la memoria, y reproduce con fidelidad histórica lo que olfateó y gustó, lo que tocó, probó, sintió y gustó el narrador –máscara transparente del inmortal novelista Marcel Proust– cuando, como relata en Por el camino de Swann, primer tomo de los siete que forman A la búsqueda del tiempo perdido, sumergió en su infusión de tilo ese aromático postre, esa, en español rioplatense, «masita», que en el original francés figura como «une petit madeleine». Repite exactamente lo que hizo en ese famosísimo y mil veces citado pasaje y recupera mágicamente un pedazo de tiempo «químicamente puro». La rica petit madeleine resucitó en el narrador en esa escena un recuerdo infantil que le devolvió la pasada y ya distante dicha solo con el poder de evocación de su aroma. Este 2013, el mundo ha celebrado de mil formas la juventud centenaria de ese clásico que se publicó hace un siglo, el 14 de noviembre de 1913. Tal vez quieras, antes de que acabe este primer siglo de vida de esa obra inmensa, celebrar también ese símbolo literario del poder que tienen los sentidos de llevarnos al pasado con una genuina merienda proustiana.

MEMORABLES PET SHOP BOYS

La «magdalena de Proust» es el símbolo por antonomasia de la capacidad de evocación de la materia, de la relación subterránea entre presente y pasado, impresiones sensibles y recuerdos. Así, los extraordinarios músicos británicos Pet Shop Boys, en la letra del tema «Memory of the Future», de su álbum del pasado año 2012 Elysium, escriben:

Over and over again
I keep tasting that sweet madeleine
looking back at my life now and then
asking: if not later then when?
(«Otra y otra y otra vez
guardo el sabor de esa dulce magdalena
mientras miro hacia atrás mi vida entera
y me pregunto: ¿cuándo, si no después?»)

TU SUPLEMENTO CULTURAL FAVORITO TE DA LA RECETA

Aunque las magdalenas tienen hoy variantes con pretensiones hipsters en el Nuevo Mundo («cupcakes»), en España fueron siempre un postre tradicional y casero, las «magdalenas», y en Francia, las «madeleines». En Paraguay tenemos magdalenas de cierta marca popular de panificados, que se importan de no sé qué otro país de Suramérica y que cualquiera puede encontrar en la despensa del barrio. Pero el truco es que la magdalena que al narrador de la Recherche le causa el «efecto Proust» no es cualquier magdalena, sino la de Commercy. Lo que dice Proust es esto: «…un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblaient avoir été moulées dans la valve rainurée d’une coquille de Saint-Jacques»; o sea, «…una de esas tortas cortas y regordetas llamadas pequeñas magdalenas cuyos moldes parecen haber sido valvas ranuradas de conchas de peregrino» (el subrayado es nuestro). Se trata, sagaces lectores, de una variedad del noreste de Francia, la madeleine de Commercy, que es más compacta que la magdalena común, de modo que no se hace papilla al mojarla en el té, el café, la infusión, la leche, lo que quieras. Esa variedad de Commercy, en Lorena, la petite madeleine, que no se deshace al empaparse, es la que en Por el camino de Swann le devuelve al narrador su infancia. Para el lector curioso y atrevido que se atreva a meter las manos en la masa y el horno para probarlas y enterarse al fin de cómo saben, huelen y se sienten, aquí está la receta (vida infra). ¡Que la fuerza te acompañe, oh diligente lectora, oh goloso lector! Audaces fortuna iuvat! Bon appétit!

MADELEINES DE COMMERCY

Para dieciocho o veinte petite madeleines: Tres huevos, dos yemas, ciento veinte gramos de harina blanca (blanca, no «integral»), cien gramos de azúcar (azúcar, no sucedáneos), cien gramos de manteca (manteca de leche, no «vegetal»), una pizca de sal, media cucharadita de polvo de hornear y media cucharadita de cáscara rallada de limón o, según lo que el proustiano cocinero prefiera, de extracto de vainilla.

Mezclar en un cuenco (o, como dice el vulgo con un superfluo barbarismo, en un «bol») los huevos y la yema con el azúcar, el polvo de hornear y la harina y batir todo a brazo limpio, con valentía, fuerza, élan vital, pasión, con cuchara de madera (no usar batidora eléctrica –ni incurrir en ningún otro anacronismo) hasta que se forme una crema consistente y pesada. Añadir la manteca tibia; si estaba fría y dura como el corazón de la Verdurin, calentarla al baño maría antes hasta que esté fluida. Dejar que esto «repose» (sic) veinte minutos y luego agregar la pizca de sal y la cáscara rallada de limón o el extracto de vainilla.

Bueno, aquí viene algo un poco molesto, por contrariar, lectores, nuestro sentido histórico, pero no hemos podido encontrar otra forma de hacerlo. Hay que verter esta masa en moldes individuales previamente untados con manteca y enharinados, y no hay en nuestro medio otros disponibles más que los que se usan para esos parvenues americanos que se han puesto de moda en la clase media local, los «cupcakes»; no queda sino usarlos para un más noble y literario fin que el que suelen darles. Toma esos moldes, ecuánime lectora, impertérrito lector, y, sin perder por esta concesión tus ideales, llénalos solo en un tercio de su capacidad. Deja que «reposen» diez minutos más, mientras calientas el horno hasta que esté a unos 180 grados o a temperatura media, y hornea tus petite madeleines unos diez o quince minutos, hasta que un terso brillo dore el terciopelo de su epidermis trémula y, hundida la punta de un cuchillo en sus entrañas, salga de ellas sin rastros de sangre ni de humores, dejándolas invictas.

Y luego merienda y escribe todo lo que se te ocurra. E invita a comer de un lado, y a leer de otro, tu obra, si lo deseas, a alguien más.

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