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Tal vez sea exagerado afirmar que, así como fumar, plagiar es un placer, genial, sensual, según dice el tango. Sus defensores lo conciben beneficioso, desde un punto de vista práctico y útil. Más que nada cuando se plagian asuntos inteligentes, sensatos, en vez de escribir tonterías originales.
Todo está dicho ya, pero nadie escucha, hay que volver a decirlo, expresa André Guide, y el Eclesiastés corrobora: nihil novum sub sole (nada hay nuevo bajo el sol). Por otra parte, si la repetición es uno de los métodos de la didáctica, no habría que desdeñar este recurso, sobre todo si esperamos que la literatura cumpla una función de estímulo intelectual y de resignificación.
También cabe considerar la intertextualidad que no se considera solo como una manifestación textual claramente perceptible de las “relaciones de hecho”, sino que hace referencia a la constitución del sistema general de la literatura, según el cual cada obra solo puede existir en relación con las demás. Asimismo, toda obra literaria se construye sobre las obras literarias anteriores, ya sea para continuar sus características o para rebatirlas y, en ese sentido, todo texto es un intertexto. De acuerdo a Harold Bloom, cada nuevo texto se enfrenta siempre a los textos anteriores en una dialéctica regida por la angustia de la influencia.
No es sencillo plagiar y lo afirmo desde el pecado. En su ensayo De los libros, con irónico desparpajo, Montaigne reconoce que toma prestadas ideas y frases de otros libros, que enmascara a propósito su práctica y que con toda intención no menciona sus fuentes. Claro que Montaigne se inspiraba en valiosas fuentes como Plutarco y Séneca.
Grandes autores como Shakespeare, Stendhal, Baudelaire y, más cerca de nuestro tiempo, Jorge Luis Borges, Alfredo Bryce Echenique y, hace muy poco, Arturo Pérez Reverte fueron denunciados de haber cometido plagio. En el momento de justificar las semejanzas que existen entre su cuento El otro y la narración de Giovanni Papini Dos imágenes en un estanque, Borges escribió: “Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria”.
Es llamativo que no sean las figuras más talentosas las que apoyan la proclamación de la propiedad de autor. Sucede que en determinadas condiciones sociales, quizás sean las acciones de los plagiarios las que más contribuyen al enriquecimiento cultural, y la gente ingeniosa se da cuenta de eso. “El derecho de autor ya no es lo que solía ser. En la era digital, la copia es ubicua, cotidiana, silenciosa, vital. Se ha vuelto una parte sustancial de la cultura contemporánea”, afirma el investigador Ariel Vercelli en su último artículo, en el que busca explicar por qué el derecho a copiar debe ser considerado un derecho humano.
Cuando algo se copia, se re-produce, es decir, se vuelve a producir. En este caso, la copia se relaciona con las capacidades de producción y re-producción de la cultura. La copia es, sin más rodeos, un claro y vital ejercicio identitario. Las sociedades que más copian son las sociedades que más riqueza producen. Por tanto, el derecho a copiar es un derecho a generar y gestionar la riqueza comunitaria. El derecho a copiar bienes y obras intelectuales es parte de una regulación sobre la gestión de la abundancia / riqueza común. Es claro, las nuevas capacidades tecnológicas de copiar y los derechos de copia emergentes se van co-construyendo a través del tiempo. (http://www.arielvercelli.org/2013/09/16/el-derecho-de-copia/).
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