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El mariscal se enfrentó a dos guerras simultáneas: la de afuera y la de adentro. En muchos momentos dedicaba más tiempo a sus enemigos internos o, por lo menos, a quienes creía que eran sus enemigos. Hasta vísperas de Cerro Corá todavía encontraba conspiradores a quienes fusilar o lancear.
Desde antes de la guerra aparecían publicaciones, en el Río de la Plata, en contra de López y de su padre, don Carlos. Eran los paraguayos que habían sufrido los rigores del exilio y a quienes no cabía exigir objetividad en sus escritos diseminados en periódicos y revistas. Tales opiniones eran respondidas desde Asunción con encendidas alabanzas al todavía general. Estas contradicciones nos llegan hasta hoy. Muchos libros, que pretenden atrapar los hechos, solo expresan sentimientos de censura o aplauso basados en testimonios o documentos acomodados hacia un lado u otro.
El último embajador de los Estados Unidos ante el gobierno de López, el general McMahon, simpatizante de la causa paraguaya, dijo: “Nunca ha habido una guerra sobre la cual se haya mentido tanto como la guerra del Paraguay”.
La historia y la novela
Para la historia, el personaje preferido es el mariscal López; para la novela, madama Lynch, su compañera. Así tenemos la clásica Una amazona, del norteamericano William E. Barrett (1900-1986), publicada por primera vez en Buenos Aires, en 1940. En el prefacio, Barrett escribe: “Esta es la historia de Francisco S. López y de Elisa Alicia Lynch. La historia del uno no puede contarse sin la de la otra y viceversa. Construyeron juntos en los años de paz y cabalgaron juntos por los años de una guerra increíble…”.
En plena pasión romántica en Francia, con novelas y obras teatrales que dibujan personajes para el ensueño, Elisa Lynch y Francisco Solano se conocen en París, en 1853. Ella, casada y con trámite de divorcio, llega a Asunción en 1855 con un hijo en brazos. Fue el escándalo que retumbó con fuerza. Al mismo tiempo, el desafío a una sociedad envuelta en sus prejuicios morales. Ella vivía casi a escondidas. Soportaba en silencio las más atroces calumnias a la espera de devolver los golpes, que lo hizo con fruición.
La otra novela, muy conocida y admirada, es Madame Lynch, de la compatriota Concepción Leyes de Chaves (1891-1985). Escribió con verdadero cariño sobre la persona que vivió los momentos de gloria y de miseria que le ofreció un país extranjero que ella lo hizo suyo por amor.
La historia desde la ficción
¿Sirven las obras de ficción para conocer la historia? El celebrado historiador inglés Arnold J. Toynbee (1889-1975), en su monumental Estudio de la Historia, escribió: “Se ha dicho, por ejemplo, de La IIíada, que todo el que comienza leyéndola como historia encuentra que está llena de ficción, pero que, igualmente, todo el que empieza leyéndola como ficción encuentra que está llena de historia. Todas las historias se parecen a La Ilíada en la medida en que no pueden prescindir por completo del elemento ficticio. La mera selección, disposición y presentación de hechos constituye una técnica que pertenece al campo de la ficción, y la opinión popular está acertada en su insistencia en que ningún historiador puede ser grande si no es también un gran artista”.
En el Paraguay tenemos ejemplos. ¿Algún historiador estuvo tan cerca de su personaje como Augusto Roa Bastos para contarnos la vida del dictador Francia en Yo el Supremo? ¿Qué poema nos enseña con deleite sobre la Guerra del 70 como el de Carlos Martínez Gamba (1939-2010), escrito enteramente en guaraní y que le valiera el Premio Nacional de Literatura? ¿Y Diagonal de Sangre?, a mi juicio la mejor novela sobre la Guerra contra la Triple Alianza, de Juan Bautista Rivarola Matto (1933-1991). Estas y otras obras de ficción nos enseñan mucho más sobre la historia. Me refiero a esas historias contadas desde el prejuicio del autor para defender o atacar determinados acontecimientos o personajes.
“Sin el auxilio de lentes”
Muchos libros se han escrito sobre la Guerra contra la Triple Alianza. Algunos, con admirable rigor científico; otros, son un rosario de leyendas o el pretexto para deformar la historia. Tales libros incluyen la experiencia personal del autor, sus evocaciones. Así tenemos, entre otros, las memorias, de Juan Crisóstomo Centurión, George Thompson, Silvestre Aveiro y Fidel Maíz.
Arturo Bray, en Hombres y épocas del Paraguay, escribió: “Al mariscal hay que mirarlo sin el auxilio de lentes, cóncavos o convexos, limpiamente, cuidando que el aire caldeado no hiera la retina, empañando la visión. Mas no siempre fue fácil mirar de esa manera. Por largos años el vencedor acumuló sobre nosotros, sobre nuestra historia y sus actores principales, un montón informe de patrañas y marimantas (…). La prédica del vencedor halló eco en nuestro medio”.
Pero no solo del vencedor extranjero vino esa prédica. También de vencedores paraguayos, si podemos llamar vencedores a quienes vinieron a encontrar su patria en ruinas. Fueron los “legionarios”, las antiguas víctimas de los gobiernos de los López. De ellas dice Arturo Bray: “Aquellos que habían sufrido agravios y persecuciones en carne propia, o en la de sus mayores, no podían buenamente aceptar la consagración de Solano López en ninguno de sus aspectos favorables, ni fuera humano –a escasa distancia de la tragedia– un rasgo de bíblica indulgencia; quien había tenido a su padre, a su madre o a su hermano, fusilado o azotado por López, no iba a ofrendar un manojo de rosas a la memoria del mariscal”.
Lopizmo y antilopizmo
Donde mejor se pueden apreciar las opiniones que se contradicen –entre paraguayos– sobre la Guerra del 70 es en la famosa polémica de Cecilio Báez y Juan E. O’Leary, entre 1902 y 1903. Fervorosa indignación del primero; apasionada defensa del otro. Báez desde El Cívico, vocero de la fracción Liberal que encabezaba, y O’Leary, con el seudónimo de Pompeyo González, desde Patria, periódico del coloradismo, donde unos años antes Enrique Solano López, rodeado de un ambiente hostil, procuraba reivindicar el recuerdo de su padre.
Entre estas dos actitudes se destaca lo que por muchos años sería la característica de la polémica: un antilopizmo agresivo y un lopizmo manso que llegaría incluso hasta O’Leary. Más tarde, en el ardor de la polémica con Báez, O’Leary escribirá: “Una vez más he de declarar que no defiendo a Solano López, que solo defiendo la causa del pueblo y nuestra dignidad de paraguayos. Que el doctor Báez me pruebe lo contrario, sin apelar al insulto soez y canallesco. Si me lo prueba, romperé mi pluma por indigna de la noble causa que defiendo”.
O’Leary no quiere aparecer como defensor de López, sino “de la causa del pueblo”. Más tarde sí, cuando el antilopizmo se va enfriando O’Leary emerge como el gran defensor del “Héroe máximo de la patria”, como se dio en llamar después al mariscal.
Para Báez, “el pueblo había sido barbarizado por el tirano. Este monstruo sin igual cegó en el corazón de la gente la fuente de todo sentimiento de humanidad: nadie se compadecía de la desgracia ajena y se llegó a desear la muerte para poner término a tanto martirio, a tan prolongado sufrimiento, que impuso a su pueblo el bárbaro tirano Solano López, que merece la eterna execración de todos los siglos y de todos los pueblos de la tierra”.
Escribe O’Leary: “¡Pobre pueblo! ¡Tan generoso, tan noble, tan altivo! Él con sus esfuerzos y con su indómita valentía nos conservó esta tierra mil veces próxima a perecer, bajo la avalancha de la barbarie. Recorred, de un confín a otro, el mutilado suelo de la República, y veréis que allí donde poséis la planta encontraréis un recuerdo de su heroísmo acrisolado (…). Abrid el libro de nuestra historia, y leedlo, si no os sentís orgulloso, no sois paraguayo, sois un miserable: si no derramáis lágrimas, tenéis corazón de piedra (…). ¿Sabéis quién escribió ese libro, que es nuestro orgullo, con su sangre y con sus lágrimas? El pueblo, el pobre pueblo que nos legó una patria, el pobre pueblo que no empañó el brillo de nuestra gloria con una sola gota de ignominia”.
Antes y después de esta polémica, López “y su pueblo” estaban –están– en el centro de la discusión a la que Manuel Gondra intentó ponerle término con este pensamiento, expresado en 1908 en un acto público: “Aceptemos el pasado íntegro de la patria, con sus errores, con sus glorias, con sus sufrimientos y con sus martirios (…). Respetemos todo el pasado, respetemos hasta nuestra tiranía, ya que nuestro tirano ha sido el único de los tiranos de América que supo morir teniendo en sus labios el nombre de la patria”.
El 1 de marzo de 1870, el mariscal dispuso la defensa en Cerro Corá: de los 80.000 soldados en los inicios del conflicto quedaron 413, la mitad de ellos incapaces ya de pelear.
En memoria de las víctimas de aquella guerra sigamos a Gondra y aceptemos el pasado íntegro de la patria. Ya demasiado nuestro fanatismo la ha fraccionado.
[el dato]
El 1 de marzo de 1870, el mariscal dispuso la defensa en Cerro Corá: de los 80.000 soldados en los inicios del conflicto quedaron 413, la mitad de ellos incapaces ya de pelear.
alcibiades@abc.com.py
Imagen de apertura: Muerte de López, según grabado brasileño anónimo.
Arte de tapa: Hebert Algarin.