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Hace pocas décadas la vida familiar y social, al menos para gran parte de la sociedad, que vivía fuera de la pobreza y marginación, era bastante serena y estable; la mayoría de las familias y los ambientes vecinales contribuían eficazmente a dar una educación afectiva espontánea, pero de notable calidad.
Actualmente, la vida personal y la social son mucho más agitadas, porque estamos inmersos en un contexto pluricultural, invadido por medios de información y comunicación hiperactivos, presentes en ojos, oídos y manos de todos (celulares, televisión, radiodifusión, internet, redes sociales, etc.). Vivimos sobrecargados de estímulos por el bombardeo constante, dirigido a nuestra afectividad. A estos factores se suman la inseguridad, violencia, desempleo, migraciones, injusticias, presiones ideológicas, tensiones políticas y los esfuerzos por la economía personal y familiar, que constituyen en conjunto un ambiente propicio para desencadenar problemas y conflictos afectivos, personales y sociales. El catálogo de estos problemas y conflictos es tan ilimitado como irrealizable. Mucho más inabarcable sería el catálogo de sus causas. Pero hay algo cierto, que en general no estamos equipados suficientemente para resolverlos con facilidad y seguridad.
La educación afectiva en la familia tiene muchas dificultades: escasa presencia de los padres y su deficiente formación afectiva, crisis de la pareja, madres solteras, carencias afectivas de los hijos, agentes externos (televisión, por ejemplo) no controlados que influyen en los hijos introduciendo violencia, erotismo, provocación al consumismo, etc.
La gran matriz educadora que es la sociedad, en vez de contribuir positivamente a la educación y desarrollo de la afectividad, se ha convertido en un vendaval de fuertes provocaciones afectantes que arrasan a quienes son afectivamente frágiles. La sociedad le ofrece a todos, especialmente a adolescentes y jóvenes, salas de fiestas nocturnas que bloquean mutilando la vista, el oído y el habla; la sociedad les ofrece alcohol y drogas, erotismo, pornografía y prostitución, violencia como espectáculo y presunta solución a los conflictos, la mujer como objeto de consumo y el varón como macho, el consumismo como presunto camino de felicidad, la moda efímera como expectativa de éxito.
Por su parte, el sistema educativo escolar ha priorizado la educación cognitiva casi con exclusividad, presuponiendo la educación de la afectividad. Tiene inmensas posibilidades de educarla explícita e interdisciplinarmente, porque en la literatura, el arte, la historia, en las ciencias sociales, en todas las ciencias incluida física y matemáticas, la energía del amor tiene mucho que ver con todas ellas, como escribió Albert Einstein en la última carta a su hija, que aunque no fuera auténtica según algunos analistas, según otros es verosímil y coherente con el pensamiento general de Einstein.
El resultado es que hay una preocupante ignorancia de conocimientos y carencia de competencias sobre el ámbito afectivo. Será difícil encontrar ciudadanos, incluso profesores, que nos digan claramente qué es afectividad, su doble dinámica al afectar y ser afectados, qué son las emociones y con qué indicadores se identifican, qué son los sentimientos, las pasiones, impulsos, deseos, motivaciones, etc.
Hay un llamativo contraste entre el permanente y entusiasta discurso sobre el amor y la pobreza cultural sobre lo que significa amar y la extraordinaria belleza de todas sus posibles vivencias conscientes y plenificantes.
Nacemos sin saber amar y solo aprendiendo a amar y ser amados nuestra vida tendrá sentido y calidad. Las primerísimas y fundamentales lecciones de amor las recibimos de nuestra madre desde el embarazo, en el parto y en nuestra original experiencia de su ternura recién nacidos y acunados en su pecho. Aprendimos a amar siendo amados. Pero la exuberancia de nuestra identidad personal y la complejidad de la vida requieren además otros muchos aprendizajes sobre la afectividad, si queremos saber amar y superar problemas y conflictos afectivos.
jmonterotirado@gmail.com