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Él presentía. La Policía, fiscales, jueces, políticos, sabían. Sabían que no había otro desenlace posible para él que la muerte. Y, como era obvio suponer, nadie hizo nada para cambiar el curso de la historia porque en la otra vereda estaba el gran patrón de Curuguaty: el narcotráfico.
Y Pablo no era suicida ni improvisado. Era sí un gran profesional y un sencillo padre de familia y amigo que cientos de veces gritó por auxilio, pero la respuesta era la burla o la indiferencia.
Las autoridades muchas veces preferían tratarle de desequilibrado antes que tomarlo en serio y brindarle protección. Y no era por falta de indicios claros de la angustiosa realidad que le apremiaba, sino por la cobardía imperante en un estado de cosas donde la plata sucia de la droga está en primer lugar, incluso antes que la vida.
Él no temía a la muerte, como todo fronterizo, sino al futuro de sus hijos que sin él sería incierto.
Morir antes de verles formados para él era una gran irresponsabilidad y, aunque la realidad lo apremiaba, soñaba con vivir lo suficiente para cumplir su sagrada misión de padre.
Su otro gran “pecado” fue el gran amor que profesaba a su Curuguaty querida. Estaba determinado y hasta resignado en llevar adelante su misión de periodista hasta que los narcos digan basta.
Por eso aquella fatídica mañana del jueves emprendió viaje hacia una de las zonas más hostiles para el periodismo, acompañado simplemente por su asistente y su responsabilidad como periodista. Ir detrás de la noticia, si es necesario hasta el infierno.
Y todos sabían el negro futuro que le esperaba porque su solitaria actuación en una región dominada por la plata del narcotráfico lo convertía en el único “escollo” de los patrones y de todos quienes directa o indirectamente viven gracias a la mariguana, los mariguanales y los mariguaneros.
Pero lo peor de todo, y quizás el último empujón que faltaba, es que le convirtieron en el único culpable.
Pablo, con sus constantes publicaciones sobre la droga, se convirtió en la excusa perfecta para los inmorales policías y la Justicia de la zona a la hora de explicarse ante sus patrones traficantes cuando se veían obligados a realizar algunos procedimientos: Pablo es el culpable.
Él no solo era aquel que “difamaba” a los señores de la mariguana al publicar nombres y apellidos en las páginas de ABC, sino era el informante, el que presionaba, el que decidía. El que ordenaba.
Con esa fama que irresponsablemente le endilgaban los policías para ponerse bien con sus jefes narcos aceleraron la repulsa hacia su persona, no solo de los peces gordos, sino del intermediario y hasta de los campesinos que cultivan la droga. Y, como para todo culpable donde el Estado narco impera está la muerte, llegó la hora y lo crucificaron.
Conclusión: a Pablo Medina lo ejecutaron los narcos, pero quien propició su muerte fue el propio Estado.
rduarte@abc.com.py