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Encontramos siempre el pretexto para justificarlo, pero la verdad es que somos débiles y cedemos fácilmente.
Muchos de los beneficiados en realidad no lo merecen, pero terminan siendo favorecidos. Otros pocos hacen méritos, pero cuando los juzgamos inevitablemente terminamos metiéndolos en la bolsa común de la mediocridad.
Dejamos la calidad de lado y privilegiamos otras cosas. Y muchos están de acuerdo con que seamos tan poco exigentes con ellos.
Vista así la cuestión, no podemos sino concluir que en realidad los grandes aplazados somos nosotros. Aplazados porque bajamos la escala de exigencias y cambiamos las reglas que habíamos creado.
Es el sistema. Ese entramado de normas sociales –escritas o no– que da como resultado lo que hoy tenemos a la vista, la consagración de la mediocridad de los elegidos.
El primer paso para corregirlo es asumir el error, darnos cuenta de que solo favorecemos a quienes no hicieron méritos para acceder al premio y que algo está fallando en el sistema de selección que proponemos.
No, no estoy hablando de los chicos que dieron las pruebas para las becas de Itaipú. Ellos son solo una consecuencia de que los adultos avalamos un sistema educativo acrítico y de sumisión. Un sistema que excluye con base en la capacidad económica, y que instaló la triste idea de que generalmente un colegio privado es mejor que uno público para la educación de nuestros hijos.
No estoy hablando de eso, le estoy hablando de otra cosa, de cómo y a quiénes elegimos. De qué parámetros tenemos en cuenta cuando en las casillas electorales nos enfrentamos a ese papel que se asemeja a un test de selección múltiple en el que nuestras fallas inciden directamente en las vidas de todos.
Ese es el examen en el que no nos jugamos una beca, sino la vida misma, y en el que penosamente no somos tan rigurosos como deberíamos serlo y bajamos peligrosamente la escala de las exigencias para los postulantes.
O si no cómo se explica que terminamos votando a pésimos intendentes, gobernadores y concejales, que se quedan con el dinero público destinado a la educación y ni siquiera pueden acercarse a sus oficinas por prohibición judicial; o a varios diputados y senadores que hasta nos pasan la cuenta de sus fiestas, haciéndonos pagarles sueldos a sus amantes, familiares y operadores políticos; o a presidentes que improvisan y nos dicen que vamos por rumbos nuevos, pero nos presentan a viejos conocidos de muy malos recuerdos en su equipo.
El sistema. Alguno dirá que reproduce exactamente lo que somos. Permítanme disentir, es lo que quieren que creamos que somos.
Pero ¿cómo se rompe este círculo vicioso? Un primer paso sería entender que si bien el voto es una de las principales formas de participación política, no es la única.
Activar, organizarse, cumplir, exigir, denunciar, participar, proponer y controlar son algunas otras.
Pero sobre todo abandonar la ingenua idea de que hay que dejar la política solo en manos de los políticos, confundiendo a la auténtica política con la politiquería y a los políticos con los politiqueros.
Ingenua idea, por pensar que quienes vienen beneficiándose de este sistema lo van a transformar para perder sus privilegios. Cambiarlo desde abajo, con una activa participación ciudadana y el compromiso de intentar dejar un mejor país para quienes vendrán luego de nosotros.
En síntesis, involucrarnos, porque como sentenció Platón hace más de 2.300 años, “el precio de desentenderse de la política es el ser gobernado por los peores hombres”.
guille@abc.com.py