La deuda moral

La última escena del film “Rescatando al soldado Ryan” (Steven Spielberg, 1998) se desarrolla en el cementerio americano de Colleville-sur-mer, Normandía, Francia. Allí, un ya anciano James Francis Ryan (Matt Damon) visita la tumba del capitán John H. Miller (Tom Hanks), el que durante la Segunda Guerra Mundial recibió la misión de introducirse detrás de las líneas alemanas para rescatar a Ryan. El oficial y siete subordinados lograron el objetivo tras duras peripecias y pérdida de vidas. En la última acción, Miller es malherido y a punto de morir, hace señas a Ryan para que se acerque y con un hilo de voz le dice al oído: “…Hágase digno de este sacrificio …¡merézcalo!”. Cincuenta años después y ante el peso de aquel encargo, el viejo Ryan suplica a su esposa frente a la tumba de su antiguo jefe: “¡Dime que he vivido dignamente! ¡Dime que soy un hombre bueno!”.

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La escena es un bello ejemplo de lo que significa el legado de la historia. De las claras y categóricas razones por las que debemos honrar a quienes nos ofrendaron su sacrificio. Tanto como las efemérides de la Patria y sus actores nos imponen el compromiso de “vivir dignamente” y “ser buenos” para legar a las generaciones del futuro un país mejor del que hemos recibido.

La escena del relato se reiteró –con algunos matices diferenciadores– en todas las guerras. Ryan fue rescatado porque sus superiores quisieron impedir que siguiera la suerte de sus tres hermanos ya muertos en el desembarco de Normandía. En el mismo film se menciona que cuando la Guerra de Secesión Norteamericana, una señora Bixby recibía las condolencias del propio presidente A. Lincoln por la pérdida de sus cinco hijos en aquella contienda. En la fría mañana del 22 de agosto de 1935, en medio del Desfile de la Victoria tras el conflicto militar con Bolivia, una mujer campesina salió al paso del caballo del general José Félix Estigarribia, quien se inclinó para escuchar a la señora que en florido guaraní le expresaba su satisfacción por el triunfo de nuestras armas, a pesar de que todos sus hijos, cinco en total, habían caído en el Chaco.

Cuando la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza, Francisco Campos Dávalos se enrolaba al ejército nacional con apenas 15 años después que hubieran muerto sus ¡siete hermanos! en la contienda. Destinado al Cuerpo de Sanidad, Campos fue herido en Piribebuy ostentando el grado de “cirujano de tercera”. Y pudo llegar hasta la última batalla en Cerro Corá y sobrevivir a la guerra. Era entonces “cirujano mayor” del ejército sin haber alcanzado los 20 años.

Ante estos dos últimos ejemplos (nuestra historia tiene decenas del mismo valor y simbolismo) los paraguayos deberíamos preguntarnos: ¿hemos merecido semejante sacrificio? Con la sinceridad de este enero todavía virginal, podríamos decir que NO… colocándonos en la categoría de deudores morales ante generaciones enteras de paraguayos del pasado, por omitirnos de concretar el GRAN PAÍS que merecieran sus sacrificios. Todo lo cual nos ha llevado a dudar de lo que somos y, con toda seguridad también, de lo que queremos ser. Incertidumbre que se devela como ningún otro detalle en el alto nivel de desorientación y confrontación en el que discurren nuestros esfuerzos democráticos. Sobre el fenómeno, Marc Bloch elaboró el siguiente diagnóstico: “…cada vez que nuestras tristes sociedades empiezan a dudar de sí mismas, sus miembros se preguntan si han interrogado al pasado, y si lo han interrogado bien”.

Por lo que, si nos planteáramos las “interrogaciones” correctas y emuláramos algo del patriotismo de nuestros mayores, tal vez lleguemos a dimensionar el monto de aquella deuda. Como para pretender después y en lo que reste de nuestras vidas, un destino mejor para todos. Tal vez sea posible… si ya no es demasiado tarde.

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