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Después de oída la sentencia, la demandante, María Eugenia Garay, se mostró satisfecha diciendo que “se hizo justicia y se sentó un precedente muy importante en defensa de los derechos de autor”. Para la autora de “El túnel del tiempo”, el escritor Nelson Aguilera “tomó la trama entera, la creatividad y la originalidad del relato. Así la trama o el argumento, el escenario, las vicisitudes, el inicio, el nudo y el desenlace fueron fielmente copiados de mi obra” luego de “introducir algunas variaciones insustanciales para disfrazar con ciertos retoques lo que tomó de mi obra”.
Curiosamente, la opinión de la demandante tendría que haber servido al juez para fallar en favor del demandado ya que, justamente, lo intrascendente de una obra es la trama, la presentación, el nudo y el desenlace. Lo esencial radica en “esas variaciones insustanciales” (el lenguaje), pues ellas constituyen el sustento estético de toda obra literaria. Si no fuera por ello, “Otelo”, el drama de Shakespeare no pasaría de ser un vulgar folletín policial en el que un negro asqueroso mata sanguinariamente a su amada esposa blanca y virtuosa por causa de los celos. Y además, con violencia de género. Sin embargo, independientemente del planteo, nudo y desenlace, el dramaturgo le da tal tratamiento que la historia trasciende lo policial para convertirse en uno de los más desgarradores dramas de la historia de la literatura.
Sigamos con Shakespeare. Su tragedia “Romeo y Julieta” estrenada tal vez en 1594, tiene más de diez versiones diferentes; la primera en el siglo II de nuestra era: “Anthia y Abrocomas” de Jenofonte de Éfeso. Le siguieron muchas otras, todas conocidas en Inglaterra como en Italia e incluso hay una escrita en Salamanca (1589) y otra de Lope de Vega: “Castelvines y Monteses”. Shakespeare, en manos de un juez paraguayo, habría sido condenado a morir decapitado, cosa que por lo menos nos hubiese ahorrado el tormento que nos inflige cualquier actor mediocre de hoy día que se cree con el talento necesario para decirnos el “Ser o no ser” de “Hamlet”.
Entre 1781 y 1786 se escribieron y representaron tres óperas basadas en la obra teatral “El Barbero de Sevilla o la precaución inútil” (1775) de Caron Beaumarchais: sus autores, Paisiello, Mozart y Rossini. Tomaron “lo esencial de una obra preexistente”, también “la trama entera, la creatividad y la originalidad del relato” (según la demandante), los mismos personajes y las mismas situaciones que fueron “rellenadas” de música para convertirse, por lo menos dos de ellas, las de Mozart y Rossini, en obras que han formado parte del repertorio de los grandes teatros del mundo en los últimos doscientos y tantos años. Esta ópera de Mozart: “Las Bodas de Fígaro”, fue elegida, por un grupo internacional de críticos musicales, como “la ópera del milenio” en la última década del pasado siglo. ¿Tendremos que hablar de plagio como en el caso de una juez y un presidente de la Justicia Electoral que plagiaron sus tesis de doctorado en Derecho y donde nadie se atrevió a defender los derechos de autor? Porque alguien las habrá escrito, ¿no?
Resumiendo: si por este artículo tuviera que intervenir la Justicia ¿o justicia, así, con minúscula? solicito que el peritaje no lo haga un contador sino un ingeniero hidráulico que tampoco tiene que ver nada con la literatura, pero por lo menos es más creativo que andar afanándose en hacer coincidir el “debe” con el “haber” en amarillentos libros contables.
jesus.ruiznestosa@gmail.com