El furor y el delirio

Es el título de un libro escrito por Jorge Masetti. Nacido en Argentina y criado en Cuba, el autor se califica “revolucionario profesional”. Al menos lo fue hasta el fusilamiento de los generales Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia, en 1989. Fue cuando Masetti decidió escribir su historia. La de un agente del Gobierno cubano, miembro de las brigadas internacionales e involucrado como tal en las acciones guerrilleras de Argentina, Chile, Colombia, Nicaragua y Angola. Además de otras misiones desarrolladas en otros países, antes de aquel año.

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El libro nos habla de cosas de las que teníamos alguna idea: la peligrosa vida de los agentes, la clandestinidad, la permanente soledad, la persecución. El fervor de algunas luchas y el desencanto, o las “desinteligencias” en otras. Lo que no sabíamos es que, dada la naturaleza de la actividad y la misión de los protagonistas, estas últimas significaban simplemente un juego con la muerte. El relato que, por cierto, es fascinante, menciona nombres y acciones que tuvieron gran impacto hacia finales de los años ’60 y principios de los ’70. Especialmente para quienes -en ese tiempo- éramos veinteañeros y creíamos que “merecíamos” una lucha armada contra una de las peores dictaduras del continente. La que teníamos los paraguayos... si es que pudo haber peores.

El mismo autor advierte que, “embarcado en la lógica de la acción, uno evita interrogarse sobre principios y fundamentos (...) cautivado por los fines, se olvidan los medios”. Es por esto último que durante toda la lectura del libro, he ido confrontando los hechos que describe Masetti con lo sucedido en Paraguay. Con lo que pasó antes y lo que nos pasa ahora. Y creo que hoy, la “lucha armada” se ha concretado finalmente. Sólo cambiaron los métodos y las armas. Se la hizo a destiempo y sin el hechizo de hacerlo “contra los malos”, como lo fueron aquellas otras. Ahora le cambiamos el nombre: le llamamos “democracia” (así, en minúsculas). Pues tal como la usamos y concebimos, “nuestra democracia” no persigue otro fin que eliminar todo obstáculo hacia nuestros objetivos. Los partidos políticos son como el equivalente de las “fuerzas irregulares”. Sometida la “fuerza regular” (militares, policía, Poder Judicial) a los criterios partidarios, los irregulares se hacen dueños del terreno y actúan con total impunidad. Y cuando alguno de ellos pretenden algo mas de lo posible, algo más de lo previamente acordado o negociado, la confrontación ya se parece un poco más a la guerra de guerrillas convencional. Porque ahí se olvidan los códigos de la lucha democrática y prima el “partisanismo”. En el que el otro no es sino un enemigo que debe ser eliminado. No es un circunstancial interlocutor con partidos, ideas o proyectos diferentes, y si no puede ser eliminado, debe ser desprestigiado, anulado, discapacitado para la acción. Con los medios que fueran.

En aquellos procesos como en nuestras actuales “confrontaciones democráticas” prima la “lógica de la eficacia”. Esta posterga todo análisis sobre el bien o sobre el mal, como escribe Masetti. O sobre el destino de los pueblos. Sobre sus necesidades reales. También está el hecho de la tan ansiada “trascendencia”. La que hace encontrar a los jóvenes más seducción en desafiar los límites, participar en un reality televisivo o activar en política antes que ser buen médico, ingeniero o abogado. Allí también puede verse una similitud entre ambos procesos. La guerrilla era el poder. Era estar cerca del poder, decidir por los demás, matar o morir. Protagonizar la historia, como en la “política” hoy.

En las horas que duró la lectura de este libro perturbador, no dejé de pensar que en algún momento de la historia coincidieron en una persona el coraje y la visión de estadista, junto a la disponibilidad de recursos y la oportunidad. Componente este último de grandes acontecimientos históricos.

Pero, lamentablemente, no siempre ha sido así. Alguien pudo haber tenido la oportunidad y hasta el coraje; pero después le faltarían la necesaria idoneidad, la complementación de conocimientos, la experiencia, la madurez y la dignidad requeridas para liderar los grandes desafíos que suponen afirmar la decencia y la eficacia luego de los sombríos años vividos.

Siempre pensamos que si derrocábamos a un Batista, a un Stroessner, Pinochet o cualquier de estos crueles entorchados remedos de la raza humana, no queríamos ver repetida la experiencia. Que si se iban, o los echábamos, los que vinieran tenían que afirmar otros valores.

Distintos, mejores. Pero lamentablemente, está demostrado que los que vienen después de los dictadores -o los que están cuando ellos se van- se creen ajenos a los defectos, infalibles e inevitablemente apegados a los vicios que decían combatir.

Bienvenidos los valientes o predestinados que nos liberaron de los dictadores. Pero cuando ellos se fueron, no hagamos las cosas de modo que reneguemos de nuestro coraje e ideales de antaño. Y que lamentemos lo vivido, en “...aquellos años felices ... cuando éramos tan desdichados”.

jrubiani@highway.com.py
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