La Defensoría del Pueblo, figura creada por la Constitución de 1992, se ha convertido, por obra y gracia de nuestra clase política, en un organismo totalmente inutilizado, que sirvió (y sirve todavía) para distribuir indemnizaciones entre víctimas de la dictadura de Alfredo Stroessner y nada más. La verdadera intención de algunos legisladores (no de todos, pero sí de la mayoría) al querer elegir nuevo defensor y defensor adjunto, que llevan más de tres años con el mandato vencido, es sobre todo ubicar en cargos a operadores y correligionarios.
Seguramente, los convencionales habrán tenido la mejor de las intenciones y expectativas respecto a la labor de este comisionado parlamentario cuyas funciones, según el artículo 276 de nuestra Carta Magna, son: "La defensa de los derechos humanos, la canalización de reclamos populares y la profesión de los intereses comunitarios".
Desde la primera vez que los políticos repantigados en sus bancas del Congreso tuvieron que elegir a una persona para ejercer el cargo, se cuidaron, especialmente los colorados, de que fuera alguien absolutamente inofensivo, que no tuviera intención de escarbar demasiado en las atrocidades cometidas durante la última dictadura, alguien que realmente no tuviera ninguna experiencia ni interés real en defender los derechos humanos de la gente, que pareciera inclusive ligeramente tonto y no tuviese aspiraciones políticas más allá del cargo, cosa que no se convirtiese en un estorbo en algún momento. Y encontraron a la persona justa: Manuel María Páez Monges.
Tan mal hizo este prójimo la labor que le encomendaba la Constitución que, como premio, lo reeligieron para el siguiente periodo. No importó que se descubrieran en su administración algunos manejos turbios, irregularidades varias, pago a víctimas "mau" de la dictadura y otras lindezas por el estilo.
Ante este panorama, lo mejor que pueden hacer los parlamentarios, ahora que tanto se habla de reformar la Constitución, y teniendo en cuenta que no podemos abrigar la menor esperanza de que la Defensoría vaya a cumplir en los próximos años su verdadero rol a favor de los ciudadanos, es hacer desaparecer este organismo.
Ya quedan pocas víctimas de la dictadura para indemnizar y, en última instancia, si hay algunos rezagados, se puede solucionar la cuestión con algunas pensiones graciables, de esas que tanto gustan repartir los legisladores. Y si hay algunas otras labores necesarias, lo pueden hacer otros organismos de DD.HH. que, de hecho, tienen funciones superpuestas con la Defensoría del Pueblo.
Será un verdadero ahorro para las arcas del Estado no tener que mantener inútilmente un montón de funcionarios, pagarles viajes, viáticos, incentivos, combustible y también un acto patriótico inusual de parte del Parlamento, que mucho beneficiará a la ciudadanía.
mcaceres@abc.com.py
Seguramente, los convencionales habrán tenido la mejor de las intenciones y expectativas respecto a la labor de este comisionado parlamentario cuyas funciones, según el artículo 276 de nuestra Carta Magna, son: "La defensa de los derechos humanos, la canalización de reclamos populares y la profesión de los intereses comunitarios".
Desde la primera vez que los políticos repantigados en sus bancas del Congreso tuvieron que elegir a una persona para ejercer el cargo, se cuidaron, especialmente los colorados, de que fuera alguien absolutamente inofensivo, que no tuviera intención de escarbar demasiado en las atrocidades cometidas durante la última dictadura, alguien que realmente no tuviera ninguna experiencia ni interés real en defender los derechos humanos de la gente, que pareciera inclusive ligeramente tonto y no tuviese aspiraciones políticas más allá del cargo, cosa que no se convirtiese en un estorbo en algún momento. Y encontraron a la persona justa: Manuel María Páez Monges.
Tan mal hizo este prójimo la labor que le encomendaba la Constitución que, como premio, lo reeligieron para el siguiente periodo. No importó que se descubrieran en su administración algunos manejos turbios, irregularidades varias, pago a víctimas "mau" de la dictadura y otras lindezas por el estilo.
Ante este panorama, lo mejor que pueden hacer los parlamentarios, ahora que tanto se habla de reformar la Constitución, y teniendo en cuenta que no podemos abrigar la menor esperanza de que la Defensoría vaya a cumplir en los próximos años su verdadero rol a favor de los ciudadanos, es hacer desaparecer este organismo.
Ya quedan pocas víctimas de la dictadura para indemnizar y, en última instancia, si hay algunos rezagados, se puede solucionar la cuestión con algunas pensiones graciables, de esas que tanto gustan repartir los legisladores. Y si hay algunas otras labores necesarias, lo pueden hacer otros organismos de DD.HH. que, de hecho, tienen funciones superpuestas con la Defensoría del Pueblo.
Será un verdadero ahorro para las arcas del Estado no tener que mantener inútilmente un montón de funcionarios, pagarles viajes, viáticos, incentivos, combustible y también un acto patriótico inusual de parte del Parlamento, que mucho beneficiará a la ciudadanía.
mcaceres@abc.com.py