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En su reciente visita al país, el psicopedagogo español Juan Manuel Bautista señaló que el Paraguay debe resolver el problema de la excesiva cantidad de universidades, coincidiendo así con el experto uruguayo en educación superior Carlos Rama, quien había dicho hace casi un año que el Paraguay debe consolidar las universidades existentes, en vez de seguir creando otras nuevas. En efecto, las 54 universidades existentes son demasiadas: con una población seis veces mayor, la Argentina solo tiene 97. La proliferación fue provocada por la Ley Nº 2529/04, que permitió al Congreso crear centros de educación superior, sin tener que ajustarse al dictamen del Consejo de Universidades. Empezó así un gran negociado, incluso con la participación de legisladores, que tenían un interés personal y directo en la cuestión.
La Ley N° 4495/13 dispone hoy que la creación legal de una universidad requiere el dictamen favorable del nuevo Consejo Nacional de Educación Superior (Cones). Desde su promulgación, el Congreso se abstuvo de crear nuevas universidades, poniendo fin –al menos por ahora– a su alarmante multiplicación. Por su parte, el Cones intervino las universidades nacionales de Villarrica y Pilar, que estaban al respectivo servicio de la familia del rector José Félix González y de la clientela política del rector-diputado Víctor Ríos; también intervino la Universidad Sudamericana, por supuesto lavado de dinero, y clausuró el Instituto Santa Librada, que expedía títulos de enfermería en pocas horas. Tendría que ocuparse también de muchas otras universidades, que solo sirven para que sus dueños ganen dinero expidiendo títulos de grado. Una de ellas –la ya célebre Universidad Privada del Guairá– tiene nada menos que 81 filiales en todo el país, en las que pueden “cursarse” varias carreras.
Las intervenciones, seguidas de una eventual clausura, deben servir para poner fin a los escandalosos manejos administrativos y académicos que los hayan motivado, previo examen de los programas de estudio y de la carga horaria efectiva, de la idoneidad de los catedráticos, de la comodidad de las instalaciones y de la calidad del equipamiento. Abundan las universidades que no reúnen los más mínimos requisitos de la excelencia educativa: de hecho, no imparten clases, carecen de profesores competentes –en Vallemí se habilitó una carrera de Derecho dirigida por un alumno del segundo año de la carrera– y su infraestructura es tan pobre que se habla de las “universidades de garaje”.
La urgente labor de limpieza servirá también para combatir la estafa de la que son víctimas los estudiantes, aunque deba admitirse que a muchos no les interesa lograr una buena formación, sino más bien un título académico “formal” que les permita obtener algún puesto y gozar de una bonificación en el aparato estatal, aunque para ello deban cometer el delito de comprar notas.
La necesaria depuración presupone no solo que el Cones quiera ejercer sus funciones de control, sino también que tenga recursos suficientes: este año dispondrá de un presupuesto de 5.575 millones de guaraníes, pero como el destinado al alquiler de sus oficinas es de solo 6.800.000 guaraníes, está ocupando un espacio cedido por la Universidad Nacional de Asunción (UNA), es decir, por una de las entidades que debe supervisar.
La ministra de Educación y Cultura, Marta Lafuente, afirmó hace poco que “la porción con menos estudiantes del país es la educación terciaria” y agregó que “esta situación hay que revertirla”. Cabe preguntarse de qué serviría que haya más estudiantes universitarios si la formación que reciben es pésima, y si las carreras elegidas no responden a las ofertas de empleo ni a las necesidades del mercado. No solo importa que aumente su número, sino también –y sobre todo– que cursar unos años no sea un simple trámite para lograr un título académico, que garantiza la solvencia intelectual del egresado.
En gran medida, nuestra educación terciaria no es más que una burda estafa. Su masificación puede conllevar un aumento correlativo de la mediocridad si no se realiza un gran esfuerzo en todos los niveles del sistema educativo. Si fueran incompatibles, debería priorizarse la calidad de la enseñanza antes que la cantidad de los educandos. Por eso, aparte de frenar la creación de universidades, hay que intervenir y clausurar las fraudulentas.
La ministra acierta al sostener que deben integrarse los procesos educativos desde el nivel inicial hasta el superior. Será imposible que las instituciones de educación superior transmitan y generen conocimientos si la educación primaria y la secundaria son paupérrimas. Para que ellas sean buenas, es necesario que las escuelas y los colegios también lo sean. La catástrofe de la enseñanza no admite soluciones parciales, sino un enfoque amplio y de largo alcance.
Es preciso invertir más y mejor. Por de pronto, es ilusorio que dentro de un año al menos el 30% del total de los docentes de cada una de las instituciones de educación superior esté integrado por profesores de tiempo completo, tal como lo ordena la Ley 4995/13. Hoy, solo la UNA tiene unos pocos investigadores de tiempo completo. Urge, en fin, una revolución educativa para que jóvenes bien preparados lleguen a las instituciones de educación superior que les capaciten para ganarse la vida con dignidad y a la vez contribuir al desarrollo del país.