Retorcido pretexto para proteger la corrupción

El juez Rubén Riquelme prestó un buen servicio a la ciudadanía al hacer lugar a un recurso de amparo interpuesto por el periodista Juan Carlos Lezcano, ante la negativa de la Contraloría General a entregarle una copia de las declaraciones juradas de bienes y rentas presentadas por una serie de personas que ejercen una función pública. Ajustándose a los arts. 104 y 28 de la Constitución, así como a las leyes que los reglamentan, dictó un fallo en favor de la transparencia y del derecho que tienen los gobernados a controlar la honestidad de la gestión de los gobernantes. La deplorable actitud de la Contraloría revela su complicidad para no transparentar los asuntos de interés público. La Constitución y las leyes pueden tener disposiciones sensatas, pero enseguida nuestros magistrados, jueces y fiscales buscarán el modo de “interpretarlas”, no precisamente para empoderar a la ciudadanía, sino para mantenerla apartada, lo más lejos posible, de cuanto tenga que ver con el enriquecimiento de los funcionarios públicos mientras manejan el dinero de todos. Mientras no se ponga en los cargos de control de la moral de estos funcionarios a personas honestas, la corrupción de la clase política continuará desangrando las arcas fiscales, sin ningún castigo para los ladrones.

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El juez Rubén Riquelme prestó un buen servicio a la ciudadanía al hacer lugar a un recurso de amparo interpuesto por el periodista Juan Carlos Lezcano, ante la negativa de la Contraloría General de la República a entregarle una copia de las declaraciones juradas de bienes y rentas presentadas por una serie de personas que ejercen una función pública. Ajustándose a los arts. 104 y 28 de la Constitución, así como a las leyes que los reglamentan, dictó un fallo en favor de la transparencia y del derecho que tienen los gobernados a controlar la honestidad de la gestión de los gobernantes.

Atendiendo esta sensata decisión del juez Riquelme, están con problemas quienes desean que su patrimonio solo sea conocido por el citado órgano, ya que del cotejo de las declaraciones prestadas al asumir un cargo y al abandonarlo, suponiendo que los datos consignados sean ciertos, la opinión pública podría inferir si se enriquecieron o no en forma ilícita. Este delito, por cierto, es de acción penal pública, de modo que cualquier persona que tenga conocimiento del mismo puede formular la denuncia correspondiente ante la Justicia.

La oscuridad favorece la corrupción, de modo que cuanto más luz se eche sobre los bienes y las rentas de quienes reciben un sueldo de los contribuyentes y administran el dinero de todos, tanto mejor para las finanzas y la moral públicas.

En este caso, resulta impertinente invocar el derecho a la intimidad, ya que, como bien sostiene el juez, la presentación y la recepción de las declaraciones no se realizan entre particulares, es decir, no son actos del Derecho Privado. Al ser entregados a la Contraloría, esos documentos se hallan en una fuente pública de información, que es libre para todos, según la Carta Magna. Ellos tienen el carácter de información pública, a la que el art. 2 de la Ley Nº 5282/14 define como “la producida, obtenida, bajo control o en poder de las fuentes públicas, independientemente de su formato, soporte, fecha de creación, origen, clasificación o procesamiento, salvo que se encuentre establecida como secreta o de carácter reservado por las leyes”. La última parte de esta norma coincide con el art. 22 de la misma ley, según el cual “la información pública reservada es aquella que ha sido o sea calificada o determinada como tal en forma expresa por la ley”.

Y bien, ninguna ley ha dado expresamente tal carácter a las declaraciones juradas de bienes y rentas de los funcionarios públicos. En consecuencia, el acceso a ellas no puede ser negado bajo ningún pretexto. Conste que al denegar tácitamente la petición del periodista, mediante el ilegal recurso de no contestarla, la Contraloría ya había violado el art. 19 de la citada ley, según el cual “solo se podrá negar la información pública requerida mediante resolución fundada”. Recién al contestar el amparo constitucional planteado, invocó el art. 3, inc. 5, de la Ley Nº 5033/13, referida a la declaración jurada, que ordena que ella incluya “la autorización expresa e irrevocable del declarante que faculte a la Contraloría (...), a través de los órganos jurisdiccionales, a dar a conocer los datos” contenidos en ella.

Nótese que esta ley –anterior a la entrada en vigencia de la Nº 5282/14– no establece “en forma expresa” que ellos son secretos o reservados. El reacio organismo anunció que apelará el fallo judicial, aunque, de acuerdo a su errónea interpretación, la condición referida en la norma citada ya habría sido cumplida, de todos modos, cuando el juez hizo lugar al amparo constitucional. Esta deplorable actitud revela, más allá del caso planteado, la complicidad de la Contraloría General de la República para no transparentar los asuntos de interés público, tan propia de nuestra cultura político-administrativa, proclive siempre a favorecer el latrocinio puro y duro. Como se ve, la Constitución y las leyes pueden tener disposiciones sensatas, pero enseguida nuestros magistrados, jueces y fiscales buscarán el modo de “interpretarlas”, no precisamente para empoderar a la ciudadanía, sino para mantenerla apartada, lo más lejos posible, de cuanto tenga que ver con el enriquecimiento de los funcionarios públicos mientras manejan el dinero de todos.

Ahora se está volviendo a hablar de la reforma constitucional, como si los dramas nacionales, entre los que sobresale la corrupción, no pudieran ser eliminados debido a las “imperfecciones” reales o supuestas de la Carta Magna. El Paraguay podrá tener la mejor Constitución del mundo, pero si quienes deben cumplirla y hacerla cumplir son unos ladrones que solo buscan su provecho personal y el de sus allegados, ya hallarán la manera de ignorarla, como de hecho lo hizo el Senado, en una sesión clandestina presidida por el colorado Julio César Velázquez, un usurpador de la presidencia de ese cuerpo legislativo, al aprobar una enmienda constitucional a todas luces inadmisible, para habilitar la reelección del presidente Horacio Cartes. Lo mismo ocurrió cuando el Presidente de la República, violando la Constitución, se presentó como candidato a senador, con el consentimiento de unos magistrados indignos, entre ellos la actual vicepresidenta elegida por el propio Cartes, Alicia Pucheta.

Como se ve, el problema, entonces, no radica precisamente en las normativas en vigor, sino en la marcada tendencia a violarlas, recurriendo, en el mejor de los casos, a interpretaciones antojadizas como en este asunto de la declaración de bienes de los funcionarios públicos. En consecuencia, antes que reformar la Ley Suprema, se debe reformar, de arriba abajo, una clase política rapaz e inmoral que se destaca por su mediocridad, su prepotencia y su sinvergüencería.

La Contraloría General de la República adquirió rango constitucional en 1992 para fiscalizar el uso de los bienes públicos, pero numerosos organismos impugnaron arteramente la ley que le daba esa facultad exclusiva, y lograron ser auditados solo por el Tribunal de Cuentas, Segunda Sala. La Corte Suprema de Justicia también se autoplanteó una acción de inconstitucionalidad con el mismo objeto, por supuesto dándose a sí misma la razón.

Como se ha visto una y otra vez, la genuflexa Contraloría sobresale precisamente por ser flexible y negligente, porque la convirtieron en un ámbito adecuado para la práctica del consabido prebendarismo. Ahora se empeña en proteger a quienes tienen mucho que ocultar, es decir, a aquellos numerosos miembros de la clase política que nunca podrán justificar el colosal aumento de sus respectivos patrimonios con las remuneraciones percibidas en los cargos que deshonran o deshonraron.

El juez Riquelme ha sentado un valioso precedente, demostrando el coraje que les falta al resto de sus colegas. En consecuencia, transparentar las cuentas públicas y el origen de los bienes de quienes reciben remuneración del Estado no depende de la Constitución, sino de las condiciones morales de quienes integran la administración de Justicia, muchos de ellos tan delincuentes como quienes deben ser perseguidos por el brazo de la ley.

Mientras no se ponga en los cargos de control de la moral de los funcionarios públicos a personas honestas, la corrupción de la clase política continuará desangrando tranquilamente las arcas fiscales, sin ningún castigo para los ladrones.

Sobre este problema, veremos qué hace el presidente electo, Mario Abdo Benítez, después de que asuma el próximo 15 de agosto.

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